Cuando en México se hacían pruebas censales —a todos los alumnos — cada ciclo escolar, se reportaron casos en que, para lograr “mejores resultados” en estas evaluaciones de confusión múltiple, por el impacto en la fama de la escuela o los beneficios económicos a las y los docentes, se solicitaba al sector del alumnado que tenía deficiencias en su rendimiento, que no asistiera a clases el día de la aplicación de ese instrumento, con el fin de obtener mayor puntaje. Para decirlo en la forma en que conocí este proceder, se trataba de eliminar “el lastre” que afectaba a la calificación promedio en cada salón, o en el conjunto de la escuela: “si los malos alumnos no asisten, sacamos mejores notas”.
En esos casos, el mecanismo de excluir (de la participación en el “examen objetivo”) a los y las alumnas con demora en el aprendizaje que se esperaba, era intencional, y guiado por hacer de cuenta —fingir o simular— el aprovechamiento del conjunto. Tal conducta se producía por los efectos de los resultados, que no eran menores.
Hay una ley, de las pocas que se pueden postular en las ciencias sociales, conocida como la Ley de Campbell (enunciada en 1976 y que lleva el apellido del investigador que la propuso), la cual postula que cuanto más fuertes sean las consecuencias que se deriven de la aplicación de un instrumento de medida en alguna dimensión de las relaciones sociales, más se va a cumplir, pero, en la misma proporción, más se va a simular. Un claro ejemplo es el conocido “enseñar para el examen”: reducir los procesos de enseñanza al adiestramiento para responder bien la prueba. Otro caso ejemplar fue la proliferación de la venta de “planeaciones pedagógicas argumentadas”, cuando este elemento, en el sexenio pasado, era un factor importante en la evaluación de quienes integraban al magisterio, pues de su resultado dependía si eran idóneos o no idóneos (para iniciar sus actividades) o insatisfactorios, satisfactorios, buenos o excelentes si ya estaban laborando, cuyas consecuencias podían ser la pérdida del empleo, o la entrega de recursos adicionales crecientes conforme se lograban los adjetivos más altos.
Ahora, sin estar de por medio una acción deliberada, sino como consecuencia del cese de la actividad presencial durante casi dos años por la pandemia, cabe la siguiente posibilidad. Es una conjetura que sólo sería factible probar mediante procesos de medición masivos semejantes a los de antaño: si, como resultado del cierre de las escuelas y el impacto diferenciado de la contingencia sanitaria (por la aguda desigualdad en las condiciones sociales y educativas de las y los alumnos), las han abandonado cientos de miles de personas, quizá fueron las niñas, niños y adolescentes más vulnerables que, previo al cierre de las aulas, ya obtenían bajos resultados.
De ser así, podría resultar que la calificación promedio del país, medida ya en la situación presencial de nuestros días, fuera superior a la prepandémica. ¡Mejoramos! ¿Por qué? No por el éxito de la Educación Remota de Emergencia, ni el dizque Aprende en casa tan celebrado por las autoridades, sino por el hecho de haber perdido, de manera significativa, a estudiantes que, por sus condiciones de menor avituallamiento económico, social y cultural, ya no retornaron a las escuelas. Un avance en las notas de las evaluaciones estandarizadas, sí, pero como consecuencia de agudizar las condiciones de inequidad en el sistema. Espejismo a secas. Menuda paradoja. ¿O parajoda? Ojalá esté equivocado.
mgil@colmex.mx
@ManuelGilAnton
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