La Presidenta ha dicho, en el contexto de las modificaciones al proceso de ingreso al bachillerato en la Zona Metropolitana de la Ciudad de México, que es mejor que los jóvenes estén en la escuela que en la calle. Lleva razón. Para que esto se consiga, hace falta no sólo que los planteles abran sus puertas sin condicionar el ejercicio de un derecho constitucional una vez culminada la secundaria, sino que en las aulas, pasillos e instalaciones se genere un ambiente más estimulante que en las banquetas.
Cifras oficiales: de cada 100 alumnos que iniciaron primaria en 2007, terminan la secundaria 86; de este número, ingresan al bachillerato 84 y egresan 55: el 35% no termina los estudios. Es la merma más grande en todo el sistema educativo. Si hace tiempo el abandono de los estudios se debía, de manera principal, a problemas económicos, quienes investigan sobre este tramo escolar han reportado el aumento significativo de otro motivo para irse antes de tiempo: porque es muy aburrido lo que ahí sucede.
Los motivos expresados por quienes se van —o “los van”— de la trayectoria escolar, sin asegurar que son así de nítidos, pueden indicarnos problemas adicionales a los que se podrían resolver sólo con becas. Es importante indagar cómo es la experiencia educativa en la que se insertan.
¿A qué se accede? Si es a un pupitre para enfrentar un currículo que no resulta interesante; en instalaciones descuidadas, si no es que inhóspitas, para el vital proceso de socialización con otras y otros de los que se aprende mucho; con personal docente mal pagado y en condiciones laborales precarias, cuya responsabilidad es atender varios grupos de más de 45 alumnos cada uno; sin actividades culturales, ni deportivas, como parte de su estadía cotidiana, la tendencia a permanecer tiende a la baja, y con sobrada razón.
Si el acceso es a un espacio formativo que, por su propuesta curricular, acorde a aprendizajes relevantes, les apasione; a un ambiente rico en oportunidades que los acerquen a la cultura —música, baile o literatura, por mencionar algunas, sin dejar de lado los deportes— y en espacios propicios, limpios y libres de violencia, para conocerse más al conocer a diferentes personas, sus pares, las ganas de querer estar ahí, y vivir esa oportunidad educativa, tiene sentido.
Invertir en el acceso al conocimiento, no nada más a un pupitre y figurar en la lista de asistencia, es indispensable. Requiere dinero y, aunque es escaso, lo es más el entendimiento de la importancia de cambiar las cosas para que ir a la escuela sea ir a ensanchar la vida, no un camino repleto de obstáculos en que el sometimiento a lo establecido predomine y, por su irrelevancia, percibida y real, sea una monserga.
No se trata de eludir el esfuerzo que significa estudiar: implica trabajo para cada estudiante, pero el empeño surge de la generación, en cada plantel, de un clima intelectual que requiere muchos cambios en lo que se propone aprender, en las condiciones laborales de quienes coordinan el proceso formativo y en los sitios de encuentro que hacen, de la relación con otras personas, un grupo que educa, forma y construye horizontes.
Se afirma que ingresar a este nivel es “Tu derecho, tu lugar”. Si el sitio se agota en ocupar un mesabanco atornillado al piso, vamos mal. Si es una puerta al conocimiento que vale la pena y enriquece, hay futuro. Sí: sobre todo para poder salir a otra calle sin miedo, a la nuestra, a la que nos han robado y en la que también, recuperada, se aprende tanto.
Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México mgil@colmex.mx @ManuelGilAnton