Una palabra recorre el mundo educativo nacional: la decolonialidad. Es central en la concepción de la Nueva Escuela Mexicana y el marco curricular que orienta –u orientará– a los planes de estudio y los libros de texto en la educación básica, y los estudios de las nuevas generaciones de maestras y maestros en nuestro país. ¿A qué se refiere y cuál sería su impacto en el proceso de aprendizaje que se planea transformar?
Lo central, a mi juicio, de este adjetivo adherido a la educación, que califica el tipo de proceso formativo que se propone, es su fundamento en una posición que critica la forma de concebir el desarrollo y las características de la modernidad.
Con este nombre se conoce a un periodo importante en la evolución de la historia que hunde sus raíces en la Ilustración (el predominio de la razón contra las posiciones religiosas dogmáticas, en el siglo XVIII) y se impone como tendencia dominante en la vida de muchas sociedades a partir del surgimiento, en una parte de Europa, del capitalismo, la revolución francesa, el fin del antiguo régimen feudal, aristocrático, la reforma protestante y la revolución industrial. Sus consecuencias, con las variaciones propias de los eventos sociales complejos y de larga data, persisten hasta nuestros días.
A juicio de los autores de esta perspectiva, hay un proceso previo que hace posible a la modernidad, es decir, que le antecede como una etapa que la impulsa: se trata del colonialismo del siglo XVI.
La conquista de América, los procesos de colonización de otras potencias en vastas regiones del mundo, se caracterizaron por imponer como superior a la civilización europea, y a una de sus más importantes creaciones: la ciencia. Las otras formas de organización social, y generación de conocimiento, quedaron ya sea subordinadas a los intereses del desarrollo dictado por las metrópolis conquistadoras, o fueron suprimidas de manera violenta.
La educación moderna extendió, entonces, una visión del mundo jerarquizada, y se impuso como estamento superior a la población “blanca”, y a los “otros” como inferiores, atrasados, primitivos. Del mismo modo, la ciencia se postula como el conocimiento no solo superior, sino único válido, y se subestima o reprime a otras formas del saber propias de las poblaciones conquistadas.
Una visión decolonial, y por ende una propuesta educativa basada en esta mirada, busca rescatar conocimientos, saberes y formas de organización de las relaciones sociales que han sido soterradas por el imperio de una sola forma de concebir el desarrollo, que establece en la modernidad capitalista el punto más alto en la evolución humana.
¿Es necesario desterrar al conocimiento científico del proyecto educativo? No, pero sí a una posición (cientificista) que no admite ninguna otra vía para el saber. ¿Se requiere reivindicar todo el conocimiento ancestral, con independencia de sus valores y consecuencias? Tampoco, pero sí recuperar las lenguas, los buenos usos y adecuadas costumbres que subsisten y enriquecen la vida de la nación.
Las posiciones extremas –ciencia versus conocimiento comunitario– no llevan a ningún lado. Es interesante, en principio, limitar la pretensión de valor universal y exclusivo del conocimiento canónico heredado de la modernidad, sin caer en lo que se critica: entronizar el saber de los pueblos originarios y afrodescendientes, y postular que es el único válido, inconmovible y liberador. Como bien se afirma: ni tanto que queme al santo, ni tanto que no lo alumbre.
Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México.
mgil@colmex.mx
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