Cuando Martí, mi hijo mayor, era muy pequeño, casi a medianoche en una tele en blanco y negro, escuché a mi maestro decir que, a los niños que nos toca criar, “nada ni nadie puede impedir que sufran, que las agujas avancen en el reloj; que decidan por ellos, que se equivoquen, que crezcan y que un día, nos digan adiós”.
Años más tarde, cuando Mariana decidió irse de casa a vivir por su cuenta, oí de nuevo sus palabras. No lo sabía decir como él, pero estaba en mis adentros: ¿“Qué va a ser de ti, lejos de casa; nena qué va a ser de ti”? La hija, para bien, se fue, aunque es verdad que: “la esperaste en el sillón, y luego en el balcón, a la pequeña…” con esa mezcla, tal vez inevitable, de alegría y congoja.
Entre esos años, no en Orihuela, pues no era ni su pueblo ni el mío, sino en su Nueva York, una maldita mañana supimos que “se nos ha muerto como del rayo nuestro primo Craig, a quien tanto queríamos”. Como a Miguel Hernández, cuando Ramón Sijé se le derrumbó. Y, desde entonces, en balde me esfuerzo. Por más que lo intento, y aunque “tenemos que hablar de muchas cosas; compañero del alma, compañero”, me rompe la cara la terquedad de su silencio.
Ya mayor, supe que “de lejos (dicen) que se ve más claro, y que no es igual quien anda y quien camina”. Me mostró mi profe que “un manjar puede ser cualquier bocado, si el horizonte es luz, y el rumbo un beso”, y advertí, por su voz, dos cosas que importa saber en la vida: “que nunca vuelve aquello que se pierde” y que “no hay que confundir valor y precio". Quizá fue un poco tarde, no lo sé ni lo sabré. Pero tengo por seguro que nunca fue el olvido: se me había perdido, madre, “el camino de regreso”.
Anotó en un pizarrón colgado a un árbol (ya no existen ni la pizarra ni el olmo: todo lo hemos destruido: basta ver al mar hecho una cloaca con deshechos de avaricia y tontería) que, aunque uno así lo crea, no “las mato el tiempo y la ausencia” pues nuestro morral contiene pequeñas cosas —duras unas, dulces otras— que, pese a haber pasado ya, “te acechan detrás de la puerta”. Compraron, sin nosotros saberlo, “boleto de ida y vuelta”. Y ni hablar: nos toca llorar “cuando nadie nos ve”.
La educación, para fortuna nuestra, no se agota ni está circunscrita al aula o a la casa familiar. Tiene muchos abrevaderos. Uno, inmenso, es el arte. Yo no soy quién para otorgar doctorados por causa del honor, ni mucho menos. Pero en esta columna final del año, quiero agradecer al maestro Juan Manuel Serrat por tanto que me enseñó al compartir sus canciones a lo largo de mi vida.
Me tocó Serrat, por edad, tradición o casualidad. No le hace. Hay otros y otras para cada quien. ¡Tanto buen rock!
Si queremos una educación mejor, abramos la mirada al arte: a otros que cantan, narran, hacen versos o pinturas; componen sinfonías o sonatas. A las que sacan de los materiales más rudos esculturas que surten sentidos. Sin olvidar el cine ni al teatro, ventanas inmensas para aprender. Ni al arte superior: el silencio, su cultivo y su cuidado, cada vez más escaso, soterrado por el barullo de la estupidez inclemente que nos ahoga.
Por cada ecuación, un poema; luego de un capítulo de química, tres de una novela; al terminar caligrafía, media hora de salsa, intercambiable, al gusto, por cumbia o danzón. Recién terminadas veinte fracciones, un rato largo de futbol mixto en que no importe el marcador.
Al no ligar la educación con el arte, quedamos mutilados. Si educar no es un camino “para la libertad”, nos enladrilla. No vale la pena.
Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México. mgil@colmex.mx @ManuelGilAnton

