No me sé las direcciones para enviarles esta carta. Tampoco es parte de mi memoria si tienen un apartado postal. Mi abuelo tenía uno en el Palacio de Correos, en la otrora calle de San Juan de Letrán, ahora Eje Central: vaya modo de destrozar los nombres preciosos por coordenadas huecas.

Ignoro sus teléfonos porque en esos ayeres había agendas de papel y no contaba con una. Es más: estoy seguro que en mi lista imaginaria, borrosa como todo recuerdo, habría que poner una rayita, innecesaria para lo importante en este escrito, en muchos nombres pues ya se han ido, aunque ha lugar a dudas si del todo. Donde quiera que anden, ojalá puedan recibir estas palabras: uno nunca sabe.

Ayer en la noche terminé un libro extraordinario, y estoy desvelado y des-velado. La semana pasada me tocó dar vuelta a la última hoja de otro, genial. Cada mes, a causa de un oficio que aprendo apenas, me sumerjo en uno nuevo, y gracias a la iniciativa de una chavala que se llama Mariana, en la familia acordamos reunirnos para conversar sobre el que, en un orden que la directora del Club del Libro de los Gil lleva anotado, nos sugiere a quien le toca.

Leer ha sido parte de mi vida y del trabajo con el que el azar me ha bendecido pues además me pagan por hacerlo. Libros y textos de todo tipo: para entender a un señor de apellido Weber, que lleva lo suyo de tiempo; textos que hace 45 años me regalan quienes entran a mis clases, con los que gozo y sufro; artículos de mis colegas que me solicitan darles mi parecer, tesis de las que aprendo mucho más de lo que aporto: soy, para mi fortuna, profesor: el profe Gil.

Eso es parte de ganarme con decencia mi salario, pero estoy pensando ahora en las novelas, los cuentos, las historias que todas son invento y leemos en uso de la libertad.

Sé leer, pero no nací con ese don. Me lo enseñaron mis maestras, mis profesores y varios de mis ancestros: esos que están en la lista de la que hablo, y a los que quiero escribir para decirles: gracias.

Sé que mi tarea, cuando escribo en el diario, es mostrar la complejidad anidada en lo que llamamos educación, pero hoy, sin remedio, me concentro en el afán de mis maestros para enseñarme a leer. ¿Cómo reconocer a tantas y tantos que hicieron hasta lo imposible para que supiera leer, entender los entresijos de la vida de otros que no existen más que en la ficción verdadera de quienes escriben, pero son más verosímiles que muchas de las personas con las que convivo, que esconden sus miserias en la vanidad que les devuelve el espejo trucado de su ridícula importancia? Y me incluyo en esa tribu, faltaba más.

Saber leer, ser lector irredento, dejarme cuestionar por lo que abrevo que no está reñido con el gozo del ritmo de la prosa y la creatividad para usar puntos y comas, o saltárselos porque se les da la gana, sin que merme un ápice la construcción de un mundo distinto al cotidiano que, sin embargo, me ayuda a entender el sentido o sinsentido de estar vivo.

Hoy me conmueve la importancia de su trabajo paciente, cariñoso, tenaz. Creo que, si nuestro sistema educativo generara lectores, lo demás es lo de menos. Así lo pienso. Y me urge que sepan de mi gratitud tantas y tantos que me hicieron posible como lector apasionado.

A quienes me regalaron este arado, gracias, y a los que se esfuerzan en el sol de hoy por hacerlo con nuestros niños y jóvenes, mis respetos: son los intelectuales más importantes del país. De ese tamaño es su tarea, su responsabilidad, y de la misma talla nuestra gratitud. Abrazos.

mgil@colmex.mx

@ManuelGilAnton

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