En México, el dolor tiene nombre y número: más de 134 mil personas desaparecidas. Cada una con una historia interrumpida, un rostro impreso en una manta, una madre que busca en los bordes del desierto o una hija que duerme con el celular en la mano, esperando una llamada que no llega.

Por ellas —por todas—, el mundo acaba de voltear los ojos hacia nosotros. La ONU ha activado un mecanismo inédito en su historia: una investigación especial para determinar si en México las desapariciones forzadas se practican de manera sistemática o generalizada. No es un trámite técnico, es un grito global de alerta. El Comité contra la Desaparición Forzada evaluará si la omisión, la complicidad o la indiferencia del Estado mexicano son ya una política de facto.

La reacción oficial fue la esperada: negar. Según la Secretaría de Relaciones Exteriores, no hay elementos para afirmar que las desapariciones sean sistemáticas; se insiste en que todo es culpa del crimen organizado. Pero esa explicación ya no basta. Porque las familias saben —y el país entero lo sabe— que no sólo son los criminales los que desaparecen personas: es también un sistema que abandona, posterga y simula.

Detrás de cada expediente hay una madre que se volvió investigadora, un padre que aprende de genética forense, un grupo de vecinos que busca en fosas clandestinas lo que el Estado no busca. No lo hacen por heroísmo, sino por derecho: el derecho elemental a saber dónde están sus hijos, el derecho de la ciudadanía a que se reconozca la verdad, y el derecho del mundo a exigir que México deje de esconder su tragedia.

Aceptar la investigación de la ONU no sería un golpe a la soberanía, sino una oportunidad para recuperarla. La soberanía no se mide en negaciones, sino en la capacidad de un país para hacerse responsable de su verdad.

Cada gobierno ha tenido su parte de culpa. Felipe Calderón convirtió la guerra contra el narcotráfico en una fábrica de violencia. Peña Nieto maquilló cifras mientras enterraba expedientes. López Obrador prometió un cambio y dejó una crisis forense sin precedentes: más de 52 mil cuerpos sin identificar. Hoy, con Claudia Sheinbaum, el Estado mexicano tiene una última oportunidad de romper con esa herencia de omisión.

Ella ha dicho que quiere hacer las cosas distintas. Pues bien, ésta es la prueba. Aceptar el escrutinio internacional sería un acto de madurez política y de humanidad. Sería decirle al mundo —y a las familias— que su gobierno no teme mirar la verdad de frente. Negarlo, en cambio, sería repetir el ciclo de simulación que ha mantenido a miles de familias buscando solas entre huesos, lodo y burocracia.

La activación del procedimiento internacional no busca humillar a México, sino ayudarlo a reconocerse. A mirar ese abismo que durante años se intentó tapar con discursos, culpas heredadas y ceremonias vacías. Porque negar lo sistemático es negar a las víctimas. Y negar a las víctimas es desaparecerlas dos veces.

El país entero tiene derecho a saber qué pasó, quién permitió que pasara y qué se hará para que no se repita. No sólo las madres y los padres que buscan, sino todos los que vivimos aquí: quienes votamos, quienes pagamos impuestos, quienes miramos cada día cómo la violencia se normaliza. También el mundo tiene derecho a saber si México está dispuesto a cambiar o seguirá justificando su tragedia.

El derecho a la verdad no pertenece al gobierno, pertenece a la gente. Y mientras no se reconozca eso, las madres seguirán marchando, cavando, exigiendo. Hasta que alguien en el poder —quizás esta vez una mujer— entienda que la búsqueda no es delito, es dignidad.

@MaiteAzuela

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