Ciento diecinueve disparos. No fue un error ni un tiro nervioso. No fue abatir por instrucción, fue acribillar por delirio. Una tormenta de plomo contra una camioneta donde viajaban civiles, entre ellas Leidy, de 11 años, y Alexa, de 7. Dos niñas asesinadas por un gobierno que rehúsa verse al espejo como responsable.
Para jalar el gatillo 119 veces se requiere algo más que una orden; se necesita la deshumanización total del otro, como advierte Emmanuel Levinas. ¿Qué piensa un militar adiestrado cuando descarga su fusil sin confirmar el blanco? ¿En qué punto del entrenamiento se borra la duda razonable y se instala la lógica de aniquilación? Un soldado que dispara sin ver a quién mata no cuida a la nación: caza. Y en esa cacería, la letalidad se vuelve el único indicador de éxito, aunque el objetivo sean dos niñas.
Lo que ocurrió después fue casi tan brutal como las balas. Las abogadas del Centro Prodh advirtieron desde el primer momento un patrón escalofriante: la maquinaria de impunidad se activó mientras los cañones seguían calientes. Los sobrevivientes vieron a los soldados recoger casquillos y alterar la escena. Mientras la familia gritaba, los uniformados limpiaban.
La FGR llegó tarde y mal. No aseguró las armas ni las camionetas en el momento crítico. Peor aún, se está levantando una “verdad histórica” hecha a la medida del cuartel. Suena conocido: Tlatlaya, Ayotzinapa, Nuevo Laredo. Entre el 8 y el 11 de mayo, los soldados declararon primero ante la Policía Ministerial Militar, alineando versiones. Para cuando la FGR los interrogó, ya existía un guion: “Escuchamos disparos en el cerro”. Una coartada tan vieja como inútil, que los sobrevivientes desmienten: el único fuego vino del gobierno.
La realidad jurídica es un insulto. Nadie está vinculado a proceso por homicidio en el fuero civil. Los 13 militares detenidos duermen en un cuartel, acusados solo de “desobediencia”. ¿Matar a dos niñas es, para la Sedena, una falta administrativa? ¿Por qué preservar la vida civil es un tema de disciplina y no de derechos humanos?
El dolor para esta familia no es nuevo. En 2008, otro de sus integrantes fue ejecutado por la Sedena. Por eso el Prodh ya los acompañaba. Las garantías de no repetición han sido un mito: lo que inició Calderón no se detuvo con el obradorismo.
Y ante la reincidencia, llega la respuesta más indolente: el cheque. La CNDH apareció un mes después para sugerir aceptar una indemnización. La misma institución que presume en radio que defiende al pueblo como nunca.
Hoy, la familia está desplazada en Culiacán, sin protección, con miedo, lejos de su tierra y de sus muertas, mientras algunos responsables descansan en instalaciones militares acusados solo de “desobediencia”.
Pero lo más indignante es la solidez del blindaje institucional que rodea a la Sedena. Ninguna otra institución en México goza de una deferencia tan automática, tan acrítica y tan peligrosa. Cada irregularidad se minimiza, cada omisión se justifica, cada abuso se diluye en el argumento de la “seguridad nacional”. Ese escudo no solo protege a los perpetradores: erosiona la confianza en el Estado y normaliza que la violencia sobreviva bajo uniforme.
En este caso, ese blindaje actuó como cortina de humo: informes incompletos, peritajes tardíos, contradicciones toleradas, silencios oficiales. Todo para evitar nombrar lo evidente: que la vida de dos niñas fue sacrificada por una estructura que no admite ser cuestionada.
Por eso este crimen no es solo un expediente; exhibe a una institución que rehúye la verdad y a un país que parece resignarse mientras espera respuestas que nunca llegan.
Los 119 disparos en Badiraguato no fueron un accidente; son la prueba de que México entregó la seguridad a una fuerza castrense letal, legal, blindada por la impunidad. Así de campantes, manipulan escenas, rescriben relatos y olvidan que su deber es proteger la vida, la de todos y sobre todo la de dos niñas pequeñas, no exterminarlas.

