Cuando en 1924 Álvaro Obregón concluyó su periodo presidencial, se quedó con ganas de más. La flamante constitución de 1917 no contemplaba la reelección. Intentarlo en esos tiempos, hubiera sido suicidad. Lo sucedió en la presidencia Plutarco Elías Calles.

Obregón se fue a su rancho en Sonora, pero cuando un periodista le preguntó si se había retirado de la política, hábilmente contestó: “no joven, no me retiré, me aparté”. Cuatro años después regresó y ganó las elecciones para el periodo 1928-1934. A los pocos días murió en un restaurante en el sur de la ciudad de México acribillado por un fanático religioso, aunque se dice que los proyectiles que acabaron con su vida provinieron de varias armas. Su suerte estaba echada.

Desde aquellos turbulentos años ningún presidente de México ha pretendido la reelección.  Hemos tenido buenos, regulares y malos presidentes, dependiendo del prisma con el que se les mire, pero todos han respetado la regla no escrita de apartarse y dejar gobernar el nuevo presidente. No aparecen públicamente en eventos o actividades políticas y sus voces rara vez se escuchan en los medios de comunicación.

Siempre han estado en el interés de los presidentes de México dos temas importantes: mantener un nivel razonable de popularidad - para no perder el poder - e influir en la designación de su sucesor, esto último para dar continuidad a su proyecto de gobierno y/o, ciertamente, para cuidarse las espaldas (hasta ahora ningún gobierno de México ha estado exento de niveles significativos de corrupción).

El caso de López Obrador -hasta el día de hoy – no difiere en sustancia del patrón seguido por sus antecesores: construcción de una base de popularidad, influencia – en este caso decisiva – en el nombramiento de su sucesor y el anuncio público de su retiro a la vida privada.  Sin embargo, existen algunas diferencia cuyas consecuencias pueden ser importantes.

A diferencia de la mayor parte de sus antecesores, López Obrador se concentró, no en las tareas de gobierno, sino en dos objetivos políticos fundamentales: el fortalecimiento y el férreo control de sus bases electorales y la concentración del poder desde el Ejecutivo. Para el primero reorientó el presupuesto de programas sociales a programas asistenciales, de entrega directa a través de sus operadores políticos.

El alcance del segundo objetivo fue mucho más complejo, pues implicó una guerra de degaste del presidente en contra de la oposición en el Congreso - en donde Morena sólo tenía mayoría simple -, del poder judicial en todos sus niveles, de los órganos autónomos del Estados, de los medios de comunicación y de las organizaciones de la sociedad civil. Ningún gobierno posrevolucionario había hecho tanto para debilitar la institucionalidad y la vida democrática del país, para concentrar el poder político y para controlar directamente el destino de los recursos públicos del país.

A diferencia de la mayor parte de sus antecesores, López Obrador concentró las decisiones de gobierno y el ejercicio del poder en su persona, única voz y figura pública relevante durante su administración. Para ocupar un lugar en el gobierno, la trayectoria y la experiencia dejaron paso a la lealtad personal al líder de Morena.

Contario al proceder de sus antecesores que al momento de existir un candidato electo se desdibujaban para dejar paso al nuevo gobierno, López Obrador se mantuvo muy activo los últimos meses a efecto de completar su tarea de concentración del poder: mayoría calificada en el congreso y reforma judicial. A partir de ahora el poder del ejecutivo no tendrá prácticamente contrapesos, escenario similar al de Rusia, Cuba, Venezuela o Nicaragua.

Surge entonces la gran pregunta ¿Quién ejercerá el poder? Sheinbaum llega al poder por decisión del presidente. El ganó la elección. La presidenta electa no tiene ni el arraigo ni la popularidad de su mentor. Puestos clave en la nueva administración son personas leales a López Obrador y que decir del partido, en donde se queda al mando su propio hijo.

A diferencia de todos sus antecesores, López Obrador promovió y logró la aprobación en el Congreso de la figura del referéndum revocatorio. Con las firmas de un porcentaje mínimo del padrón electoral (3%) cualquier ciudadano puede promover un referéndum para la destitución del presidente con la participación de tan solo el 40% de los electores.

¿Gobernará la presidenta Sheinbaum a la sombra del caudillo? ¿Promoverá López Obrador una reforma constitucional – ahora que Morena puede orquestar la mayoría calificada – para volver a la presidencia? ¿Recurrirá al referéndum revocatorio? Sin duda todos estos escenarios más probables que su prometido retiro a La Chingada.

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