La evidencia muestra que la corrupción, la delincuencia y la violencia están directamente vinculadas con la impunidad y con la ausencia de cultura de legalidad.
El mejor aliciente para cualquier persona que se siente tentada a actuar por fuera de la ley es la impunidad. Esto es, la evidencia de que la comisión de un delito no tendrá consecuencias y, si las llega a tener, no serán importantes. Esto es lo que ha llevado progresivamente a que en México la actividad delictiva permee en la mayor parte de los ámbitos de la vida nacional.
El actual gobierno llegó al poder con la prédica de que la corrupción era el mal mayor de este país y que habría que terminar con ella. Sin embargo, es claro que en la verdadera lucha contra la impunidad, en todos los ámbitos y en todos los niveles, muy poco se ha hecho.
El mejor antídoto contra la corrupción es el Estado de Derecho y la transparencia, esto es, la evidencia de que si infrinjo le ley, habrá alguien que se encargué de perseguir el delito y sancionarlo. En este campo las buenas intenciones y las enseñanzas ayudan, pero no son lo más importante pues a final de cuentas los militares y los policías no actúan conforma a los paradigmas de respeto a la ley y a los derechos humanos, a menos que sus mandos y sus comandantes así lo hagan. Lo mismo sucede con los jueces y los ministerios públicos. Si el juez no es corrupto y se apega a derecho, difícilmente el resto del juzgado habrá de actuar en modo distinto.
En la vida cotidiana del ciudadano sucede exactamente lo mismo. Los niños y los jóvenes, más allá de las enseñanzas cívicas y religiosas, seguirán el ejemplo de sus padres y sus maestros. Si sus padres sobornan al policía de tránsito o al burócrata de ventanilla para acelerar un trámite, ese comportamiento será incorporado a su normalidad, como una solución a un problema.
A pesar del reiterado discurso presidencial contra la corrupción, las cosas no han cambiado y no resulta fácil entender cómo el presidente sigue teniendo un gran número de adeptos entre los mexicanos con las innumerables contradicciones entre su discurso y su actuación. La primera explicación estriba en que la corrupción no es novedad para la mayor parte de los mexicanos que, a pesar de saber que no es lo correcto, cuando aparece como el camino más corto para llegar a la meta; peor aún, en múltiples ocasiones, como el único camino, no se ve como un problema, sino como una solución. No es un mal endémico, ni una fatalidad, es un hábito aprendido.
La segunda explicación, más de fondo, se deriva de la hábil estrategia del presidente de culpar de todos los males del país a los fantasmas del pasado - que resultan ser sus enemigos políticos – al tiempo de asegurar a su clientela política con transferencias directas de recursos y con su discurso estridentista en contra de los poderosos, lo que lo convierte en el gran vendedor de ilusiones.
La ausencia de Estado de Derecho, consecuencia de la impunidad, tiene implicaciones negativas en todos los ámbitos de la vida nacional. Vivimos en un estado permanente de inseguridad física y patrimonial y de incertidumbre jurídica, que limita, inhibe y obstaculiza el potencial y el desarrollo de los mexicanos y de aquellos extranjeros deseosos de participar en el proyecto México.
Como digo, la corrupción no es una fatalidad, basta con revertir el estado de impunidad en el que vivimos para que la corrupción empiece a ceder. Por supuesto no es una tarea sencilla. Por un lado, requeriríamos mucho mayor eficiencia en los sistemas de control y sanción; en paralelo, es necesario trabajar en la promoción y difusión de la cultura de la legalidad, la transparencia y la rendición de cuentas, tanto entre los ciudadana como entre los tres niveles de gobierno. Para ello requerimos de un gobierno que no solo incorpore el tema a su discurso, como lo hacen la mayoría, sino que se tome en serio esta tarea.