El pasado 1 de diciembre el presidente Lopez Obrador presentó uno más de sus informes de gobierno, en este caso para celebrar un año en el poder. Nos compartió que de 100 promesas (iniciativas de gobierno) que formuló a finales de 2018, 89 estaban cumplidas. En términos aritméticos 8.9 es entre muy buena y excelente calificación.
Pero esas son sus cifras.
Son cuatro las principales responsabilidades del Estado: mantener la integridad territorial; proporcionar seguridad a su población; promover el bienestar de sus ciudadanos y preservar sus instituciones democráticas. El alcance de estos objetivos debe ser el principal propósito de cualquier gobierno y la razón de ser del Estado.
La integridad territorial de México, en estricto sentido, no se ha visto amenazada en los últimos cien años. No es tema de preocupación (a menos que tomemos el concepto de control territorial, que nos llevaría a otra discusión).
En el segundo gran objetivo el panorama es desalentador. La inseguridad ha crecido y la situación no tiene visos de mejora. El año por concluir apunta a hacerlo con la cifra histórica más alta en homicidios dolosos. La reconfiguración de los aparatos de seguridad no ha dado los resultados esperados. Más aún, ha generado tensiones, conflictos y desencuentros entre las corporaciones del Estado, que han complicado aún más su capacidad de respuesta. Entidades como Guanajuato, Michoacán, Tamaulipas, Veracruz o Baja California, de alta incidencia delictiva debido a la presencia de las más poderosas organizaciones del crimen, siguen a la espera de que la federación haga su parte. La Guardia Nacional llega con gotero, sin estrategia, sin liderazgo y sin recursos. El cumplimiento de esta asignatura esta pendiente.
No existe en el planeta ninguna sociedad considerada igualitaria que no cuente con una estructura fiscal sólida que derive en una recaudación superior al 30% del PIB. La fortaleza en la recaudación se origina en un régimen fiscal adecuado y en una economía dinámica. A menor crecimiento, menor recaudación y menor potencial redistributivo.
En México la economía está estacada (que no lo estaba hace un año) y la recaudación fiscal no pasa del 16% del PIB. Las grandes promesas de sociedad igualitaria se verán francamente incumplidas de seguir por este derrotero.
El bienestar material de la población está en ciernes y no hay indicios de mejora. No hay mucho que celebrar. El segundo objetivo no se cumple.
Preservar y fortalecer las instituciones democráticas es el cuarto objetivo. A lo largo de los últimos doce meses hemos presenciado un proceso de debilitamiento y deconstrucción del andamiaje del Estado mexicano. La reducción generalizada del presupuesto y su subejercicio y, en muchos casos su reestructuración o desaparición, ha debilitado capacidad de respuesta y los márgenes de maniobra del aparto estatal. Esto en lo que hace al poder ejecutivo. Sin embargo, la actuación presidencial ha ido más lejos, en particular en lo que hace a los organismos autónomos de gobierno y, mucho más delicado, en su relación con el poder judicial. Los resultados en esta asignatura son preocupantes.
Las decisiones presidenciales se sustentan en dos cuerpos doctrinarios: el cambio de régimen y la cuarta transformación. En ambos casos se refiere a valores políticos y morales en los que el ahora presidente sustenta su autoridad política y moral, que le valieron llegar a la presidencia y le permiten mantener un alto índice de popularidad. En la realidad estos cuerpos doctrinarios en poco han abonado al buen gobierno. Difícil esperar que, en 2020, las cosas estarán mejor. AMLO se equivocó de temario. Con una perspectiva distinta, en las tres asignaturas obligatorias del estado y del gobierno (seguridad, bienestar y fortaleza institucional) hay más retrocesos que avances.
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