El uso de la palabra escasez es cada vez más común. Así sucede siempre en tiempos de incertidumbre y en el contexto de crisis económica. El diccionario de la RAE la define como “poquedad, mengua de algo” o “pobreza o falta de lo necesario para subsistir”, por lo que tiene, casi siempre, una connotación peyorativa, negativa. Son antónimos la abundancia y la riqueza. Los economistas se refieren a ella no en términos absolutos, sino a la escasez relativa.
Hoy se repite su uso por el proceso inflacionario que ha resultado más duradero de lo que se pensaba. Igual que durante el incremento generalizado de precios en los años setenta del siglo pasado, cuando observadores y funcionarios económicos atribuían la carestía a cuellos de botella y otros factores estructurales del lado de la oferta. Podían tener razón en cada uno de los casos analizados, pero no en el conjunto. El mundo experimentaba un incremento generalizado en los precios y no sólo cambios en los precios relativos. Ahora también se insiste en la temporalidad de la inflación ocasionada por problemas de suministro en las cadenas productivas.
Como sucede con cierta frecuencia, se puede tener un proceso inflacionario y al mismo tiempo cambios importantes en precios relativos, por desplazamientos de la demanda o la oferta de cada producto. Para aquellos bienes o servicios cuya demanda crezca de manera más robusta que la oferta, se observarán mayores precios relativos y viceversa.
Si bien es claro que un proceso inflacionario es negativo, por los efectos nocivos en el poder de compra de los salarios, por la merma del poder adquisitivo de las monedas de curso legal y por el incremento en la desigualdad en contra de los que tienen más dificultades para protegerse y diversificarlo, un mayor precio relativo es positivo para las personas o países superavitarios en el bien o servicio en cuestión, pero negativo si deficitarios.
De hecho, el mayor precio relativo de un bien es una señal imprescindible para que se actúe frente a una escasez relativa. Es ésta la que produce el mayor precio, pero es éste el que permite solucionarla. Dicho de otra manera, la solución para un precio relativo alto es un precio relativo alto. El problema es que este razonamiento es anatema para los políticos e incluso para algunos reguladores.
No es extraño escuchar lamentos de que, por ejemplo, cuando quiebra una aerolínea, los precios de los boletos de avión van a subir (la comisión de competencia así reaccionó ante el cierre de Mexicana), cuando son precisamente estos mayores precios los que van a estimular el equilibrio de corto plazo entre demanda y oferta (para asignar menores asientos entre potenciales clientes) y, más importante aún, el incremento en la oferta para que se vuelva a expandir el mercado, hasta más allá de su tamaño original.
Lo mismo sucede con cierta obsesión de que los precios de la energía (eléctrica, de gas u otra) sean uniformes en todo el territorio. Precios únicos, independientes de las condiciones de oferta y demanda, se traducen siempre en la exclusión de acceso a bienes o servicios en regiones menos favorecidas. Al fijarse un precio único para el gas natural durante largas décadas, se creó un fuerte incentivo para que Pemex no invirtiera en gaseoductos en todo el país y sólo lo hiciera en los estados del este que, como consecuencia, crecieron más. Sólo con precios más altos allí donde hay escasez relativa se promueve la inversión necesaria para aliviarla en el mediano plazo. Entre más se retrase el ajuste, más durará la escasez.
El regreso a la normalidad después del confinamiento pandémico se ha traducido en fuertes desequilibrios de oferta y demanda. Los alimentos, por ejemplo, tuvieron fuerte crecimiento de precios a pesar de que su producción nunca fue limitada, por cambios en los patrones de consumo y la mayor liquidez. Lo mismo ha sucedido con enseres domésticos, equipo de computación y de comunicación por el incremento en la economía digital. Esto se ha traducido en una alta demanda inesperada de chips que, con las restricciones de oferta por el confinamiento en Asia, ha provocado su escasez para la producción de automóviles.
La solución es sencilla: permitir que los precios se ajusten para asignar el consumo en el corto plazo sin necesidad de racionarlo y estimular una mayor oferta en el mediano. Para que esto suceda de manera expedita se requiere un sistema regulatorio ágil y predecible. Hasta la crisis energética en Europa por el incremento en el precio del gas natural se soluciona de la misma manera. Reprimir el cambio en los precios de manera artificial sólo retrasa el ajuste.
Por supuesto, la posible aparición de periodos de escasez también debe encararse de manera preventiva por medio de la diversificación. En materia eléctrica, por ejemplo, gracias a una matriz diversificada de fuentes con múltiples generadores para compartir el riesgo. En el ámbito geográfico, por medio del desarrollo de proveedores en competencia para garantizar el suministro oportuno.
Para muchos puede parecer tentador ver la escasez de chips, las largas colas de barcos en el puerto de Los Ángeles/Long Beach, la expectativa de menor oferta de regalos de Navidad, la falta de equipo médico y otros cuellos de botella como problemas. En realidad, como pocas veces en la historia, el país tiene una oportunidad para aprovechar esta escasez relativa y volverse realmente atractivo para la instalación de operaciones y creación de empleos para resolverla.
Lo que escasea, no obstante, es una visión para tomar ventaja de condiciones irrepetibles y catapultar el desarrollo. México cuenta con el talento de su fuerza laboral, con una muy alta productividad en decenas de sectores, con una profunda integración comercial en una América del Norte con energía, capital y tecnologías abundantes y con el conjunto de condiciones para servir como el mejor antídoto para diversificar el riesgo chino.
Pero, a las colas en Los Ángeles/Long Beach, se responde con tomas de vías férreas para bloquear Lázaro Cárdenas, a la apuesta por más tecnología, con retiro de apoyos a investigación y desarrollo, a la imperiosa necesidad de energía competitiva, limpia y diversificada, con un alto a la inversión, a la llegada de manufactura, con silencio.
El efecto del cambio en precios relativos ya se observa en México: parques industriales al ciento por ciento, empleo en el norte por arriba de los niveles pre-Covid-19, apertura de centros de producción que antes se hubieran ido a China. Y esto a pesar de que se pierde tiempo discutiendo la supuesta inclinación ideológica de universidades, el origen ficticio del feminismo, del bienestar animal o de los derechos humanos. Algunos, regiones y sectores que lo han hecho ya, toman ventaja de la escasez relativa, pero el resto no contará con los bienes públicos para aspirar a aliviarla, mientras que el gobierno la interpretará como un problema y que no le incumbe.