Los banqueros centrales del mundo enfrentan uno de los desafíos más complejos desde que fueron establecidos como independientes. El corazón del reto es la recuperación de la credibilidad y, eventualmente, el fin de la profunda adicción a la liquidez que han promovido durante años. El problema coyuntural más visible es el control de la inflación y su regreso al objetivo de dos o tres por ciento en congruencia con el mandato. La gran pregunta es si, para lograrlo, es necesario recuperar la credibilidad y para ello asumir el muy alto costo de ser señalados como culpables inmediatos de una desaceleración o incluso recesión.
La difícil situación consiste en que, aunque la inflación tenga un alto costo político si resulta en una disminución en los ingresos reales, la percepción inmediata de daño causado por la inestabilidad financiera producto de políticas restrictivas tendientes a paliar la adicción de los mercados de capitales a la liquidez y al temor de una recesión, pueden predominar en el ánimo de las autoridades monetarias.
A pesar del premio Nobel recientemente otorgado al exgobernador de la Reserva Federal de Estados Unidos, Ben Bernanke, es claro que la crisis económico-financiera de 2008-09 tuvo origen en la fuerte expansión de la liquidez por él presidida o condonada cuando colaboraba con el gobernador previo, Alan Greenspan. Por su lado, el periodo inflacionario actual es consecuencia no sólo de cuellos de botella del lado de la oferta en el contexto de las restricciones por Covid-19, sino por la fuerte expansión monetaria para enfrentar los efectos potencialmente depresivos de la pandemia y, de manera muy importante, para financiar déficit públicos récord. Esta expansión de la demanda se dio en la mayoría de las principales economías del mundo.
La principal diferencia entre el comportamiento de los precios post 2008-09 y post Covid-19 es que, en el primer caso, la expansión monetaria fue utilizada para apoyar a la banca comercial y que ésta optó por no aumentar el crédito sino mantener reservas excedentes depositadas en la Reserva Federal (gracias a tasas de interés atractivas), mientras que, en el contexto de la pandemia, el crecimiento de su hoja de balance fue utilizado para financiar enormes déficit públicos y transferencias a hogares y empresas para compensar caídas en ingresos. De esta manera, la persistencia de la inflación se explica no sólo por los cuellos de botella de oferta, sino más por las disponibilidades líquidas y la renovada disposición de nuevo gasto con el fin de la fase más peligrosa de la pandemia.
Si bien desde el punto de vista de salud se contabiliza el costo de la pandemia en términos de fallecimientos y secuelas del Covid largo, desde el económico, el costo se refleja en un incremento significativo de los niveles de endeudamiento como proporción del producto interno bruto (PIB) y en tasas de inflación más altas y menos transitorias de lo que se estimaba.
El desafortunado y corto paso de Liz Truss por 10, Downing Street debe ser visto como una llamada de atención sobre las dificultades que enfrentarán los gobiernos para recuperar la estabilidad macroeconómica. Es correcto criticar el paquete económico presentado por la novata primera ministra y apuntar a la negativa reacción inmediata de los mercados. No obstante, al comparar el incremento en el déficit público que implica los inoportunos recortes de impuestos y el agresivo subsidio energético a favor de los hogares, con los planes contracíclicos aplaudidos recientemente, sería difícil etiquetarlos de excesivos. El problema es más bien de oportunidad en el tiempo y de congruencia de política económica. Son dos las moralejas del episodio de la lechuga, y no sólo para el Reino Unido, sino para el resto de las economías, incluida la mexicana por supuesto, pero también la de Estados Unidos.
La primera, como señaló esta columna hace algunos meses, es que el control de la inflación dependerá no sólo de una eficaz política monetaria y de resolver obstáculos de oferta, sino de una moderación de los déficit y nivel de endeudamiento públicos. La emisión y servicio de la deuda son muy distintas cuando las tasas de interés son cercanas a cero, o aún negativas, que cuando regresan a niveles históricos y se vuelven positivas en términos reales. El retorno a tasas de interés más altas se verá, además, agravado por las medidas de los bancos centrales para reducir el tamaño de sus hojas de balance ya que los harán vendedores netos de bonos del gobierno, o corporativos, en lugar de compradores, como en la etapa de relajamiento monetario que ahora necesitan abandonar.
La segunda es que los bancos centrales, a pesar de su independencia, no operan en un laboratorio, sino en el mundo de la economía política. Quizá la exprimera ministra Truss no sea la principal víctima del colapso británico, sino la credibilidad del propio Banco de Inglaterra. La despiadada reacción de los mercados al anuncio del minipresupuesto de Truss, llevó al banco central más viejo del mundo a revertir su reciente postura para reducir el tamaño de su hoja de balance y regresar al relajamiento monetario al comprar bonos del tesoro británico para evitar el colapso de fondos de pensiones y, con ellos, de los mercados de capital y de la libra esterlina. Es decir, a las primeras señales de inestabilidad, el Banco de Inglaterra se vio obligado a revertir su programa de lucha contra la inflación.
La crisis de la lechuga deja dos lecciones: la primera, que conseguir una posición fiscal robusta se puede volver imprescindible, pero con un alto costo en términos de mayores impuestos, menor gasto, y posiblemente, menor crecimiento; la segunda, que la promesa de los bancos centrales, y por lo tanto su credibilidad, de enfrentar la inflación es quizá endeble y puede no resistir la turbulencia que implican mayores tasas y la reversión del relajamiento monetario. Así, el periodo inflacionario será más que transitorio no sólo por el proceso de formación de expectativas de inflación, sino por el alto costo político-económico de parar la maquinaria.
Esta renuencia, por cara, de asegurar el control de la inflación puede ser bien recibida por los mercados en el corto plazo ya que pospone el sufrimiento y extiende la adicción a la liquidez. Sin embargo, el costo posterior puede ser mucho mayor.
De ser este el panorama, la pregunta para la Reserva Federal de Estados Unidos es si está dispuesta a asumir el costo de frenar la inflación, o si también va a recular ante la inestabilidad de los mercados y la posibilidad de un freno económico, a pesar de que no estará sujeta a presiones sobre el dólar y con una economía más sólida de lo que se piensa. Para México, si va a tomar la inflación como importada e inevitable, o va a buscar reducirla al objetivo del Banco de México con independencia de lo que se haga en otras economías y si va a apertrecharse para los tiempos difíciles que se avecinan. La única, pero poderosa, herramienta con que cuenta, no el banco central sino Palacio Nacional, para esto último es clara: resolver sistémicamente la controversia de energía para aprovechar los fuertes vientos de cola que implican la diversificación del riesgo chino y la posibilidad histórica de incrementar la participación de mercado en Estados Unidos de una manera relevante. Cada punto porcentual de participación incremental en las importaciones del principal socio comercial implica exportaciones adicionales por 30 mil millones de dólares, amén de miles de empleos y millones de inversión.
En los primeros cuatro años los errores de política económica se podían esconder bajo el tapete de la liquidez externa excesiva, pero ahora mucho menos, aún si el ataque frontal a la inflación en otros países toma tiempo. Este menor margen, bien utilizado, es una oportunidad, no un problema para el país.
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