Los mercados de capital y sus analistas, adictos a la liquidez de ya muchos años, empiezan apenas a internalizar que el control de la inflación tardará y que, por lo tanto, las tasas de interés no sólo subirán todavía algo más, sino que se mantendrán altas más tiempo.
El impacto negativo del cambio en la postura monetaria, sobre todo en términos de tasas, pero también de la reducción del tamaño de la hoja de balance de la Reserva Federal, el cual puede exacerbar la caída en el valor de los bonos, llega a la economía real con meses de rezago y su profundidad depende de qué tan larga sea la meseta de tasas altas. Por ello, es todavía muy prematuro afirmar que ya se logró, o que se va a lograr, un aterrizaje suave sin mayores turbulencias ni rebotes.
Ya empiezan a apreciarse los primeros síntomas del impacto del cambio en la postura monetaria a pesar de que la liquidez sigue siendo abundante. Por un lado, la elevación en tasas de interés ha castigado duramente al valor de todos los instrumentos que prometen retornos futuros, pero poco flujo en el corto y mediano plazo: acciones tecnológicas cuyo valor ha caído dramáticamente, bonos con largos vencimientos y sistema financiero periférico en donde se extiende crédito a usuarios sólo confiables con tasas son muy bajas, pero no sujetos de crédito con las actuales. Por otro, la acumulación del incremento de precios y el encarecimiento del crédito para bienes duraderos e hipotecas empiezan a tener un efecto en el comportamiento de los consumidores, que se vuelven más cautos y optan por adquisiciones del mismo volumen, pero menor precio. El mismo número de champús, pero de menor valor, por ejemplo.
El impacto de la restricción monetaria se empieza también a ver en algunas cifras macroeconómicas. En México, en la desaceleración de las exportaciones en noviembre y diciembre y, más importante por su poder predictivo, de las importaciones de bienes intermedios en el mismo periodo. En Estados Unidos, por la fuerte acumulación de inventarios, que explica 50% del crecimiento del producto interno bruto en el cuarto trimestre de 2022.
El deseo de los mercados financieros y bancarios, que empiezan a sentir los efectos negativos de tasas más altas, es que las de referencia de la Reserva Federal y del Banco de México dejen de subir y empiecen a bajar al inicio del segundo semestre de este año. Esto no va a suceder como puede apreciarse al ver las cifras de inflación de enero y la fortaleza en el crecimiento de los salarios nominales y reales. Más aún, la experiencia histórica muestra que el control de la inflación suele ser mucho más sencillo y alcanzable cuando se trata de la moderación de incremento de precios entre 9% y 6%, pero que es mucho más difícil y costosa entre seis y tres o dos, para cumplir con los objetivos de los bancos centrales.
Casi ningún país en el hemisferio occidental ha logrado una reducción espectacular de las tasas de inflación el último año. Brasil ha sido el más exitoso al contar ahora con un ritmo de incremento en precios de 5.8%, cuando hace un año era de 9.3, pero con el alto costo de haber incrementado su tasa de interés a 13.5% y abierto el spread con respecto al dólar en 750 puntos base. Canadá ha logrado estabilizar su inflación alrededor de 6% (6.3 en la última observación contra 6.8% hace un año), con un incremento de tasas de interés a 3.3%, casi el doble de la que tenía el año pasado. El resto de las economías de la región siguen con tasas más altas.
En el caso de Estados Unidos, la tasa de inflación ya se redujo a 6.4% en enero, de un pico cercano a 9%. Esta reducción se explica por los precios flexibles en el ámbito energético y la caída de las materias primas ante la expectativa de una posible desaceleración económica; es decir, por un efecto por el lado de la demanda, más que de la oferta cuyas condiciones no han variado significativamente. En el terreno de la inflación subyacente, la última observación para Estados Unidos la coloca en 5.5%.
El relativo éxito de Estados Unidos de bajar la inflación de nueve a seis, con la subyacente un poco por debajo, y contingente al comportamiento de los precios de las materias primas, implica un importante dilema para México. Si bien la tasa de inflación general en la economía mexicana fue de 7.9% en enero, la subyacente subió a 8.45 y la de alimentos sigue en la vecindad de 14. En otras palabras, el país presenta un ritmo de crecimiento de precios subyacentes tres puntos porcentuales superiores al del principal socio comercial (8.45 contra 5.5%).
La mayor inflación mexicana implica tres lecturas: una, ya no se puede hablar de inflación importada cuando la doméstica es superior, por lo que hay que hacerse cargo de su control. Dos, la inflación en México en enero de 2023 es similar a la de enero de 2022; es decir, aparentemente los esfuerzos de control de inflación han sido menos exitosos que en otras latitudes, a pesar de una revaluación del peso en 9.3%. Estados Unidos parece haber reducido con éxito el ritmo de nueve a seis, mientras que México parece atorado, por el momento, en un nivel superior. Tres, quizá lo más importante, si persiste un diferencial de tasas de inflación con la de México mayor a la de Estados Unidos en 3% durante un número de meses, la revaluación real del peso puede volverse insostenible desde la percepción que puedan tener los mercados y desde el punto de vista de competitividad.
De hecho, una revaluación sostenida del peso con respecto al dólar debería coincidir con tasas de inflación domésticas menores a las internacionales y no al revés. Así, la trayectoria en el descenso del incremento en precios será clave en asegurar la estabilidad macroeconómica, como la propia experiencia histórica nos muestra. Para los que abogan por una reducción del spread sin solucionar la disputa de energía, la alternativa de un peso más débil para evitar la revaluación real sería, con el tiempo, una no mejor medicina.
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