La furia de los fenómenos naturales es implacable, cuando se desatan sismos y huracanes los humanos nada podemos hacer para impedirlos o frenarlos. Pero su poder destructivo puede mitigarse si se cuenta con una estructura que integre, entre otros, los siguientes componentes: organismos especializados para anticiparlos, responsables de emitir alertas tempranas; la implentación y socialización de protocolos de actuación para cuando se presenten; políticas públicas, con presupuesto suficiente, para proteger a la población y cuerpos profesionales especialmente entrenados para atender la emergencia.
Ello presupone la existencia de una sociedad civilizada y un Estado decente. Es decir, una catástrofe no se convierte en cataclismo si existe una organización social y política fundada en el respeto a la dignidad de las personas. Aplico aquí los conceptos de Avishai Margalit: “Una sociedad civilizada es aquella cuyos miembros no se humillan unos a otros; una sociedad decente es aquella cuyas instituciones, no humillan a las personas”. (La sociedad decente, Paidós, 1997).
Si estos valores está inscritos en la cultura y política de una sociedad, es casi imposible que después de un desastre natural se extienda el saqueo, la anarquía y la humillación a los damnificados, porque el conjunto social y las autoridades, en primerísismo lugar, se abocan instintivamente, sin tardanza, a las prioridades: salvar vidas, sepultar dignamente a los muertos, dar de beber al sediento, dar de comer al hambriento, dar cobijo al desnudo y techo al desamparado, reestablecer servicios públicos, reactivar la vida productiva y remediar los daños ambientales.
Todo ello es posible si se cuenta, repito, con un gobierno decente y una sociedad civilizada capaces de proveer los medios para realizar las tareas humanitarias elementales. Nada de esto puede esperarse en el contexto de un estado fallido, una sociedad colonizada por el crimen organizado y gobernantes narcisistas obsesionados por su popularidad ocupados en ganar elecciones.
A la devastación de Acapulco y de varias comunidades de Guerrero por el paso del huracán “Otis”, durante la noche del 24 y primeras horas del 25 pasados, le siguió el pandemonium de varios días de saqueos, anarquía, confusión y desesperación colectiva. Se reveló que a la destrucción física del puerto y de las comunidades vecinas, le precedió un Estado deshumanizado, humillante para los guerrerenses, de los tres niveles de gobierno. Lo prueba su indolencia para alertar oportunamente a la población, su incapacidad y reacción errática, su extravío comunicativo, su falta de empatía con las victimas de la tragedia y para rematar, su conocida permisividad ante el festín de la delincuencia.
Las labores de reconstrucción demandarán ingentes cantidades de dinero, pero sobre todo exigen fuertes dosis de humanismo, decencia, altura de miras, solidaridad social y talento. Otis puso a la vista un cataclismo mayor; una patología social grave: la ausencia de principios básicos de convivencia y orden social.