Durante décadas, México ha apostado por insertarse en la economía global con una fórmula conocida: manufactura competitiva, ubicación geográfica privilegiada y acceso preferencial al mercado más grande del mundo. Esta estrategia nos convirtió en una potencia exportadora en sectores como el automotriz, el aeroespacial y el electrónico. Pero esa apuesta, basada en costos y tratados, ya no es suficiente.
Hoy, las señales de alerta se multiplican. Donald Trump ha dejado claro que buscará imponer nuevos aranceles a los productos manufacturados fuera de Estados Unidos, incluso a los de países aliados. Su retórica es directa: relocalizar empleos industriales, sin distinguir si el socio comercial es China o México. Esta realidad nos obliga a repensar nuestro modelo económico. Si seguimos dependiendo exclusivamente de la manufactura tradicional, seremos vulnerables no solo a cambios políticos, sino también a transformaciones tecnológicas que ya están redefiniendo la competitividad global.
La economía del conocimiento no es una opción futura. Es la realidad presente en los países que marcan la pauta. Corea del Sur invierte más del 4.9% de su PIB en ciencia y tecnología; Israel, 5.4%; China, 2.6%. México, en contraste, destina apenas 0.3% del PIB. El resultado es previsible: baja productividad, escasa innovación nacional, fuga de talento y dependencia tecnológica. En educación, los datos no son mejores. Solo 1 de cada 10 estudiantes universitarios mexicanos cursa una carrera STEM (ciencia, tecnología, ingeniería o matemáticas), mientras que en India, esa cifra supera el 30%. En el ranking de innovación global del WIPO, México ocupa el lugar 58, lejos de países con economías similares como Malasia (36) o Turquía (39).
El problema de nuestro país no es el talento. Es que lo estamos dejando ir. Hoy, más de un millón de mexicanos altamente calificados —científicos, ingenieros, programadores, emprendedores— viven en el extranjero. México es el país de la OCDE con mayor emigración de talento en proporción a su población. La mayoría se va porque aquí no encuentra un ecosistema que lo valore, lo rete ni lo retenga. Hablamos de una pérdida silenciosa, pero devastadora. Y si volteamos a ver la producción de conocimiento tangible, el panorama no mejora. En 2023, México registró menos de 400 patentes propias ante la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual. En comparación, Corea del Sur presentó más de 200,000; China, 1.5 millones. Peor aún: más del 90% de las patentes registradas en México pertenecen a empresas extranjeras. Innovamos poco. Y cuando lo hacemos, el crédito lo registran otros.
Lo he señalado antes en esta columna: el fenómeno del nearshoring representa una gran oportunidad, sí, pero sólo si lo acompañamos de contenido nacional con valor agregado. Si no invertimos en capacidades propias, seremos ensambladores de tecnología extranjera. Otra vez maquila, ahora en clave digital.
¿Qué debemos hacer? Primero, dejar de ver la innovación como un lujo y empezar a tratarla como una inversión estratégica. Segundo, construir alianzas reales entre gobierno, empresas y universidades, que impulsen investigación aplicada, desarrollo tecnológico y formación de talento. Y tercero, fomentar una cultura que valore la ciencia, el emprendimiento y la propiedad intelectual como pilares del desarrollo nacional. Esta no es solo una agenda técnica. Es una apuesta de país. Una estrategia para blindarnos ante los vaivenes de la política internacional, y una vía para construir una economía más resiliente, más soberana y más justa.
El futuro no se improvisa. Y si no invertimos hoy en conocimiento, mañana pagaremos el precio: en empleos perdidos, en oportunidades desperdiciadas, y en una generación condenada a competir con herramientas del pasado en un mundo que ya es otra cosa. México tiene talento de sobra. Lo que necesita —urgentemente— es voluntad política, compromiso empresarial y visión de Estado para convertir ese talento en desarrollo, innovación y prosperidad.
@LuisEDuran2