México está caminando sobre una cuerda floja. Aunque las cifras oficiales evitan usar la palabra “recesión”, los síntomas están ahí: crecimiento débil, inversión extranjera a la baja y un entorno de incertidumbre que comienza a pasar factura.

El Banco de México, en su intento por reanimar la actividad económica, ha comenzado a bajar las tasas de interés. Lo hizo en marzo y volvió a hacerlo en mayo, llevándolas a 8.5 %. Es un movimiento prudente, técnicamente justificado por una inflación que ha cedido terreno. Pero también es un reconocimiento implícito: la economía mexicana se está frenando. Las razones son múltiples, pero la más evidente es el entorno internacional. El regreso de Donald Trump a la escena política de Estados Unidos ha traído consigo una ola de nerviosismo comercial. La amenaza de renegociar el T-MEC antes de tiempo, sumada a su conocida retórica proteccionista, ha puesto en pausa muchas decisiones de inversión. La tensión no es menor: más del 80 % de nuestras exportaciones dependen del vecino del norte. Cuando Washington estornuda, México entra en terapia intensiva. El riesgo Trump no es solo un asunto de política exterior. Para México, representa una amenaza directa a su modelo económico. En este segundo mandato, Trump ha impuesto aranceles unilaterales, amenaza con cerrar la frontera y ha tensionado las relaciones con empresas automotrices y manufactureras clave para nuestra economía. La presión sobre temas migratorios es pan de cada día. Incluso el rediseño del T-MEC se cree va a erosionar los principios básicos de la integración entre las economías. La sola expectativa de ese escenario ya ha empezado a congelar decisiones estratégicas en el sector privado.

A esto se suma la caída de la inversión extranjera directa, que en el primer trimestre retrocedió un 21 % respecto al mismo periodo del año anterior. Un golpe que se siente en sectores estratégicos, desde la manufactura hasta la infraestructura. El nearshoring, tan anunciado como la gran promesa de relocalización productiva, sigue sin traducirse en flujos tangibles de capital al ritmo esperado. Por si fuera poco, el consumo interno se ha estancado. Las familias están siendo más cautelosas. La inflación subyacente —la que no cede fácilmente— aún se mantiene elevada, afectando directamente el poder adquisitivo. La confianza del consumidor ha comenzado a flaquear. Y aunque las tasas de interés más bajas alivian el crédito, no resuelven el problema de fondo: la falta de dinamismo.

Banxico hace su parte, pero el margen es limitado. Lo que hoy necesita la economía mexicana es certidumbre. Reglas claras. Una señal firme de que las inversiones serán bienvenidas, de que los tratados se respetarán, y de que el país sigue comprometido con una economía abierta, competitiva y moderna. Es en momentos como este cuando se define el rumbo. Se puede caer en el cortoplacismo, en el discurso fácil, o se puede apostar por un proyecto serio, que dé confianza al mercado y esperanza al ciudadano. La historia está llena de países que desaprovecharon oportunidades. México todavía tiene la suya entre manos. Pero el reloj avanza.

Como dijo alguna vez John Maynard Keynes:
"El peligro no está en aceptar nuevas ideas, sino en aferrarse a las viejas."

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