En México tenemos una obsesión histórica por los megaproyectos. Son obras que llenan titulares, generan aplausos inmediatos y prometen transformar regiones enteras. Sin embargo, demasiadas veces terminan convertidas en monumentos al desperdicio, a la improvisación o a la política de corto plazo. La pregunta es inevitable: ¿estamos construyendo infraestructura estratégica para el futuro, o simplemente proyectos emblemáticos que buscan legitimidad en el presente?
El caso del aeropuerto de Texcoco es quizá el ejemplo más doloroso. Cancelado en 2018 cuando ya llevaba un avance de más del 30% y un costo superior a 100 mil millones de pesos, la obra representaba la posibilidad de convertir a México en un hub aéreo internacional comparable con Ámsterdam o Dubái. Su cancelación no solo significó un gasto hundido, sino también un golpe severo a la confianza de inversionistas y una pérdida de competitividad logística que hoy seguimos pagando.
El Tren Maya es otro ejemplo de cómo una obra con justificación turística y de conectividad puede convertirse en una trampa presupuestal. Con un costo que supera ya los 500 mil millones de pesos —más del doble de lo anunciado originalmente—, el proyecto enfrenta críticas ambientales, sobrecostos y dudas sobre su viabilidad económica de largo plazo. Lo que nació como promesa de desarrollo regional corre el riesgo de convertirse en un elefante blanco.
La refinería de Dos Bocas sigue la misma lógica: en un mundo que acelera hacia energías limpias, México apuesta miles de millones a aumentar su capacidad de refinación de combustibles fósiles. El costo estimado ya rebasa los 16 mil millones de dólares, cuando el mercado global exige cada vez más energía renovable y menos petróleo.
México no sería el primer país en caer en la trampa de los megaproyectos. Brasil, con la represa de Belo Monte, gastó más de 18 mil millones de dólares en una obra que genera menos de la mitad de la energía prometida y que dejó un enorme impacto ambiental y social. España, durante la burbuja inmobiliaria, construyó aeropuertos como el de Castellón o Ciudad Real, con costos millonarios, que permanecieron cerrados o casi sin vuelos. En ambos casos, la política prevaleció sobre la técnica, y las consecuencias económicas y sociales se siguen pagando.
El problema no es invertir en infraestructura; al contrario, un país sin grandes obras estratégicas difícilmente puede crecer. El verdadero riesgo está en confundir proyectos políticos con proyectos económicos. La diferencia es clara: los primeros responden al calendario electoral; los segundos, a una planeación técnica de largo plazo. Corea del Sur no se convirtió en potencia tecnológica con anuncios sexenales, sino con planes nacionales que trascendieron gobiernos y construyeron un ecosistema de competitividad.
México necesita priorizar obras que fortalezcan la logística, la energía limpia, el agua y la conectividad digital: las verdaderas bases del nearshoring y de la competitividad global. En lugar de apostar por proyectos que buscan aplauso inmediato, deberíamos invertir en infraestructura que garantice desarrollo por décadas.
Los megaproyectos seguirán siendo tentadores para cualquier gobierno, pero la historia demuestra que, mal diseñados o mal ejecutados, se convierten en trampas que hipotecan recursos públicos y credibilidad. Si queremos que el nearshoring sea una realidad y no un espejismo, necesitamos proyectos estratégicos, no símbolos políticos.
El reto está en romper con la tradición de medir el éxito de un sexenio por el tamaño de sus obras. El verdadero legado de un gobierno no debería ser la foto en una inauguración, sino la infraestructura que, invisible o no, sostenga la economía de las próximas generaciones.
@LuisEDuran2