Una de las primeras cosas que aprendemos todos los estudiantes de economía, en cualquier parte del mundo, es el concepto de la mano invisible del padre de la economía moderna, el inigualable escocés Adam Smith. Esa fuerza silenciosa, que surge del interés individual y termina beneficiando al conjunto de la sociedad, es una de las piedras angulares del pensamiento económico liberal. Y aunque suele enseñarse como una teoría abstracta, en la práctica puede ser sorprendentemente concreta.

En las últimas semanas, la mano invisible hizo acto de presencia —de manera contundente— ante las iniciativas proteccionistas del presidente Trump. No en los discursos políticos ni en las conferencias de prensa, sino en las reacciones inmediatas del mercado frente a sus decisiones. Ha sido, en muchos sentidos, el contrapeso más eficaz frente a una agenda radical. El presidente Trump regresó al poder con un discurso incendiario y una voluntad clara de romper con los consensos tradicionales del comercio internacional. Su política tarifaria fue diseñada como una herramienta de presión, casi de castigo, hacia aquellos países que, a su juicio, no juegan “limpio” con Estados Unidos. China fue el blanco principal, pero los efectos se sintieron en todo el sistema global. Atacó a la Organización Mundial del Comercio e impuso aranceles multimillonarios a prácticamente todas las economías del mundo. Su objetivo declarado: corregir los desequilibrios comerciales y proteger la industria estadounidense. Pero se encontró con una fuerza mucho más poderosa que sus tuits: la reacción del mercado.

A medida que su gobierno intensificaba la llamada “guerra comercial”, los mercados financieros respondieron con caídas estrepitosas. Las empresas comenzaron a alertar sobre el daño a sus cadenas de suministro y los consumidores vieron subir los precios en bienes cotidianos. Las propias compañías estadounidenses —desde Apple hasta Walmart— señalaron que los aranceles les estaban costando más a ellas que a sus supuestos rivales. Y el dato es contundente: según un estudio del National Bureau of Economic Research, el costo económico total de la guerra comercial superó los 68 mil millones de dólares para empresas y consumidores estadounidenses. Una suma astronómica, derivada directamente de las políticas arancelarias del presidente.

La presión del mercado ha sido tan clara que obligó al presidente a retroceder, al menos temporalmente. Pareciera que ha quedado claro que las reglas del comercio global no pueden ser alteradas sin consecuencias económicas inmediatas. Las señales bursátiles, el flujo de inversiones y el peso de los consumidores resultaron más efectivos que cualquier oposición política o institucional.

La historia ofrece aquí una lección elocuente: cuando el poder político ignora la lógica económica, el mercado se encarga de recordársela. La mano invisible no es solo una teoría de manual, sino una fuerza viva, que responde con rapidez y contundencia. En un mundo donde cada vez más líderes intentan reescribir las reglas a su antojo, conviene recordar que hay límites que no dependen de la ideología ni del discurso. Dependen de realidades económicas que, aunque invisibles, son imposibles de eludir.

Como escribió Adam Smith, con la sabiduría de quien entendía la naturaleza humana mejor que muchos gobernantes:
“No es de la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero de donde esperamos nuestra cena, sino del cuidado que prestan a sus propios intereses.” La mano invisible sigue ahí. Observando. Corrigiendo. Recordándonos que, en economía, no todo se puede decretar.

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