Durante décadas, el debate económico en México ha girado en torno a un desarrollo centralizado: las decisiones federales, los presupuestos públicos, los anuncios presidenciales. Pero la realidad del siglo XXI nos está obligando a poner atención en otra dirección: hacia las regiones. Mientras el discurso oficial se concentra en el control político y la narrativa centralista, en muchos rincones del país están ocurriendo verdaderas transformaciones económicas impulsadas por actores locales, clústeres industriales, universidades, emprendedores y gobiernos estatales con visión de futuro. Allí está la verdadera promesa de desarrollo para México.
El nearshoring, por ejemplo, no es un fenómeno que se decide, ni se fomenta en Palacio Nacional. Es una ola global que se aterriza en lugares como Monterrey, Saltillo, Tijuana o León, donde existen condiciones logísticas, talento técnico, vocación industrial y redes de proveedores. Son esas regiones las que están convirtiéndose en motores del crecimiento económico nacional, a pesar —no gracias— de la política económica federal. Jalisco y su ecosistema de innovación, Querétaro como clúster aeroespacial, el Bajío como potencia automotriz, Yucatán como polo de servicios y tecnologías limpias: cada una de estas regiones representa una apuesta estratégica que merece mayor autonomía, más inversión y un marco jurídico que las potencie, no que las frene.
Esto no es una idea romántica o teórica. Países exitosos han apostado por modelos regionales fuertes como base de su desarrollo económico. Alemania, por ejemplo, no creció desde Berlín, sino desde regiones industriales como Baviera (sede de BMW, Siemens, Audi) y Baden-Wurtemberg (hogar de Bosch y Mercedes-Benz). Cada estado alemán (Land) tiene competencias fiscales, educativas e industriales, lo que permite desarrollar estrategias productivas adaptadas a sus fortalezas locales. Hoy, el país tiene más de 70 clústeres regionales consolidados. Estados Unidos no es una economía, sino muchas economías regionales con autonomía: California con su ecosistema de innovación y capital de riesgo; Texas como potencia energética y manufacturera; y Carolina del Norte con su “Research Triangle”. En cada caso, el liderazgo estatal ha sido determinante. La inversión en educación técnica, infraestructura regional y colaboración universidad-industria ha sido clave. Incluso China, pese a su centralismo político, construyó su milagro económico con zonas económicas especiales y ciudades con modelos productivos diferenciados: Shenzhen como polo tecnológico, Chongqing como centro automotriz, y Tianjin como nodo logístico portuario. El desarrollo vino desde las regiones, no desde el aparato central.
El problema es que el diseño institucional de México sigue siendo profundamente centralista. La mayoría de los ingresos se concentra en la federación, las decisiones clave se toman en la capital, y muchos gobernadores aún actúan más como delegados presidenciales que como líderes regionales con agenda propia.
Si queremos un país más próspero, competitivo y resiliente, necesitamos rediseñar la relación entre el centro y las regiones. Hay que dar más poder fiscal y normativo a los estados, fortalecer las capacidades técnicas de los gobiernos locales, y apostar por una política industrial regional que reconozca las fortalezas específicas de cada territorio. Los países no crecen desde los discursos, sino desde las acciones. El verdadero proyecto de nación no se está escribiendo en los salones del poder federal, sino en los parques
industriales de Apodaca, los laboratorios de Guadalajara y las aulas técnicas de Guanajuato. Un liderazgo económico moderno debe entender que la competitividad de México no es una política nacional abstracta, sino una suma de realidades locales que deben coordinarse, impulsarse y protegerse.
Es tiempo de mirar hacia las regiones. Porque allí —y no en las promesas del poder central— se juega el verdadero futuro económico del país.
@LuisEDuran2