El domingo pasado en el acuartelado Palacio Nacional, —a cientos de kilómetros de la zona que busca “rescatar”— marcado por un ambiente lúgubre tras el asesinato del alcalde Carlos Manzo y la gravedad de la crisis en la entidad, se presentó el llamado Plan Michoacán.

Es el cuarto con ese nombre en la historia reciente; todos han prometido lo mismo y todos han fracasado por igual, realmente no hay nada nuevo.

Muchas de sus “acciones” ya figuraban en programas de sexenios anteriores, cambian los colores, cambian los discursos y cambia el sello de la administración, pero la arquitectura es casi idéntica: una lista de buenos deseos que no explican cómo atender las causas que dicen abordar y una militarización que continúa tal como con Calderón, Peña y López Obrador.

El presupuesto tampoco tiene una etiqueta clara; depende del capricho presidencial y no de una estrategia de Estado.

Se apuesta, otra vez, a que la narrativa sustituya a los resultados. A una caja china que nos distraiga de lo evidente: en Michoacán —como en amplias regiones del país— el crimen sigue rampante y, en muchos lugares, parece que ya no hay poder que lo detenga.

Hay municipios donde el malandro es el Estado de facto: cobra, decide, administra, regula y sanciona, donde persiste una alianza política-criminal basada en un pacto tácito de reciprocidad: te doy protección institucional a cambio de control social.

Bajo esa lógica, el Plan Michoacán enfrenta su primer sabotaje desde adentro: fugas de información, investigaciones manipuladas, penales controlados por grupos criminales, etc.

Incluso el plan carece de un mando operativo real y de coordinación efectiva. Las rivalidades y desconfianzas entre autoridades municipales, estatales y federales, así como la ausencia de cuadros técnicos y hasta la falta de protocolos compartidos derivan en una operación desarticulada donde los esfuerzos se duplican, las zonas se pierden y los resultados se desvanecen o se agrandan artificialmente para vender un éxito donde realmente hay terror.

Mientras tanto, los cárteles siguen dominando las economías clave del estado: aguacate, limón, madera, minería, transporte. No hay una estrategia seria de rastreo financiero ni de combate al lavado de dinero. La respuesta vuelve a ser la de siempre: más militares, más policías, más discursos. Hasta que llegue una tragedia nueva y el operativo se mude de lugar.

Lo peor: el plan nace sin legitimidad, la ciudadanía no confía ni en sus autoridades locales o federales, los ven como parte de los malos. Denunciar implica un riesgo real, un riesgo de muerte y sufrimiento. Estamos en el peor de los escenarios: nadie confía en nadie.

El Plan Michoacán está condenado desde su origen. Es, esencialmente, la misma propuesta que se presentó hace casi veinte años, solo que ahora en guinda en lugar de azul.

En contraste, el Movimiento del Sombrero —más allá de la oposición tradicional que suele lucrar con la tragedia igual que lo hicieron quienes hoy gobiernan— ha mostrado disposición para cooperar y buscar soluciones. Incluso ha reconocido al propio Alfredo Ramírez Bedolla y, a diferencia de la partidocracia, no exige ni renuncias ni castigos. Exige soluciones.

Ese movimiento ha dejado atrás la politiquería barata y se ha colocado como un ejemplo de que la participación ciudadana puede convertirse en una fuerza de cambio. Su premisa es sencilla: somos más los buenos que los malditos.

El problema es que muchos de esos malditos ya compraron el poder… y lo hicieron maldito.

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.

Comentarios