Casos recientes han vuelto a poner en evidencia, ante la opinión pública, el grave daño que provoca la prisión sin sentencia. Las personas sujetas a este régimen pueden pasar décadas en reclusión, tiempo en el que el Estado mexicano no logra demostrar su culpabilidad, pero sí les impone el castigo severo de la privación de la libertad. El fondo del problema es claro: en México se castiga antes de juzgar, y ese castigo emana de un mecanismo estructural concebido para funcionar así: la llamada prisión preventiva oficiosa.

Si tuviéramos que definirla, la prisión preventiva oficiosa es la medida cautelar que ordena al juez encarcelar automáticamente a una persona imputada por ciertos delitos, sin evaluar las circunstancias específicas del caso ni el riesgo procesal. Con la o el sospechoso en la cárcel, la presunción de inocencia se convierte en un adorno retórico.

Esta figura se ha convertido en una herramienta política y mediática que se presenta como protección social. En la práctica, sin embargo, significa que el Estado reconoce su incapacidad de investigar con rigor y la canaliza al encierro arbitrario.

Todo indica que la Suprema Corte saliente no alcanzará a analizar cabalmente esta figura. Un proyecto de la ministra Margarita Ríos Farjat, presentado en marzo de 2021, reconocía que la prisión preventiva oficiosa es contraria a la Convención Americana sobre Derechos Humanos y a la jurisprudencia interamericana. Por ello, proponía devolver al juez lo que la Constitución le arrebató: la facultad de decidir caso por caso, con base en un análisis serio de riesgos y de la proporcionalidad de las medidas cautelares. Si este proyecto no alcanza a ser discutido antes de la entrada de la nueva Corte electa en urnas, habrá que insistir en que el nuevo Pleno lo retome, lo que sin duda arrojará indicadores para sopesar los alcances de la independencia judicial en los tiempos por venir.

El problema también es estructural: detrás de la prisión preventiva oficiosa está la incapacidad crónica de las fiscalías para investigar con eficacia, integrar expedientes sólidos y sustentar las razones por las que una persona debería permanecer privada de libertad antes de ser juzgada. Así, esta medida funciona como un atajo que elude la tarea de investigar, al tiempo que produce daños irreversibles en la vida de decenas de miles de personas, muchas de ellas pertenecientes a los sectores más vulnerables. Hoy, más de 53 mil mujeres y hombres en México llevan más de dos años en prisión esperando una sentencia.

La aplicación de la prisión previa destruye redes afectivas, empuja a la pobreza y refuerza estigmas. No es coincidencia que quienes más la padecen sean personas migrantes, mujeres, indígenas y otros sectores desfavorecidos. Esta medida conlleva un costo humano y social añadido al costo económico para el Estado, que gasta millones en financiar un sistema penitenciario saturado por personas que aún no han sido declaradas culpables.

Vale la pena recordar, para cerrar estas palabras, lo que San Pablo dice en la Primera Carta a los Corintios: “No juzguen antes de tiempo” (1 Cor 4,5). Contrario a la información que circula en redes y en análisis poco serios, terminar con la prisión preventiva oficiosa no es una concesión benevolente para con quienes infringen la ley, sino la expresión de un Estado que se toma en serio los derechos humanos y que asume a cabalidad los compromisos contraídos en los tratados internacionales que ha firmado y ratificado.

Rector de la Universidad Iberoamericana CDMX

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