La historia reciente de Turquía gobernada desde hace más de 20 años por Recep Tayyip Erdogan nos enseña que para perder un país no basta un discurso, un político enfermo de poder y unas cuantas horas. Es un proceso lento pero constante, uno de deterioro tanto de la política -en su sentido más básico- como del ejercicio de libertades fundamentales.
¿Cómo perder un país?, la crónica escrita por la periodista turca Ece Temelkuran tras el fallido golpe de Estado de 2016 narra cómo en siete pasos Turquía pasó de ser una democracia incipiente a una verdadera autocracia avalada por las urnas.
Erdogan forma parte del grupo de líderes contemporáneos que llegaron al poder a partir de reglas democráticas vigentes, con procesos electorales libres y plurales, pero que con el paso del tiempo establecieron una agenda de reformas para acumular y ejercer el poder sin límites. La deriva autoritaria depende de la mucha o poca resistencia institucional, social pero también internacional.
En el caso de Turquía no siempre fue así. En sus inicios, Erdogan fue visto como un islamista moderado cercano a Occidente que accedió al poder mediante la creación de un movimiento político que encarnó el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP por sus siglas en turco). Crear un movimiento, dice Temelkuran, es el primer paso para generar una identidad más allá de la ideología, para romper con el status quo, para mover voluntades y comportamientos antes y después de las elecciones. “Somos diferentes. No somos un partido, somos un movimiento”, esta fórmula repetida por los funcionarios de Erdogan sirve para excluir quién sí y quién no forma parte del verdadero pueblo. El segundo paso es alterar el curso de la lógica a través de frases asequibles y tonos rudos para criticar a quienes no encajan en la nueva lógica del movimiento. Esto no sucede sin el apoyo de intelectuales, empresarios y medios de comunicación afines quienes —en contra de toda lógica o decencia política— son capaces de apoyar cualquier iniciativa o de magnificar cualquier ataque por convicción o conveniencia.
Este grupo busca eliminar lo establecido sin saber a ciencia cierta con qué será reemplazado. El tercer paso es remover la vergüenza pública y aprovechar el mundo de la posverdad. Distorsionar la realidad, manipular creencias y emociones, dar datos falsos es la rutina de quienes creen encarnar la voluntad del pueblo. El cuarto paso es el desmantelamiento del Poder Judicial y de los contrapesos al poder político. Algunos ciudadanos y políticos militantes apoyan las decisiones por un deseo auténtico de democracia. Pero también están quienes se sienten amenazados, aquellos que optan por guardar silencio “mientras se queman en el infierno del autoritarismo”. Mucho de esto vimos la madrugada del miércoles en la discusión en el Senado. Con amenazas y extorsiones, se aprobó una reforma que nada ayudará a mejorar el acceso a la justicia en México. En minutos y sin debate se ha ido aprobando en los Congresos locales. Cuatro, al mediodía de ayer.
Lo que sigue, según la crónica de Temelkuran es el diseño de un ciudadano a modo. Dócil, conformista, dispuesto a masticar cualquier discurso más por miedo que por convicción. La prensa crítica y los activistas son perseguidos, ridiculizados o forzados al exilio hacia países más democráticos en donde, por cierto, terminan por compartir destino con los decepcionados que “nunca imaginaron el desenlace”.
A partir de ahí viene la crueldad, “dejarlos reír del horror” un régimen incapaz de reflejar la menor empatía por las víctimas del dolor y la desigualdad. El último paso es imaginar nuestro propio país. Un país en el que necesitamos vernos y escucharnos porque en el actual cuesta trabajo reconocerse.
Investigadora de la UdeG