La súbita y contradictoria coincidencia de los partidos políticos nacionales —salvo la honrosa excepción de Movimiento Ciudadano— para votar una reforma constitucional que limita las facultades del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación es un acto desesperado por imponer liderazgos por encima de convicciones, reglamentos y militantes.
La iniciativa se presenta justo cuando el llamado plan B de la reforma electoral —por ahora suspendido— sigue acumulando recursos ante la Suprema Corte. La propuesta incluye al menos tres cuestiones preocupantes y regresivas: en primer lugar, propone que las autoridades electorales se abstengan de realizar interpretaciones normativas que no estén contempladas literalmente en la ley y dejen de intervenir en los asuntos internos de los partidos políticos incluida la designación de sus dirigentes. En segundo lugar, excluye que los órganos electorales establezcan medidas afirmativas para grupos vulnerables. En tercer lugar, limita que los órganos electorales se pronuncien sobre el cumplimiento del principio de la paridad de género. En resumidas cuentas, es una propuesta para que la paridad, la democracia interna y las acciones afirmativas se hagan sin vigilancia y a juicio o no de quienes se creen dueños de los partidos.
Este pacto —que tiene fuerte tufo a venganza— no podría entenderse sin las resoluciones recientes del órgano judicial que echaron abajo las modificaciones a los estatutos del PRI y de Morena. Por distintas vías, ambas intentaron prolongar el mandato de sus cuestionados dirigentes más allá de lo establecido. La declaratoria de inconstitucionalidad por parte del Tribunal Electoral pudo haber sido la gota que derramó el vaso. Sin embargo, la realidad es que los partidos políticos no rinden cuentas y carecen de mecanismos de democracia interna. Los espacios para la participación sustantiva de las mujeres en los cargos de representación popular, de los pueblos indígenas, de las personas con capacidades diferentes o de los integrantes de la comunidad LGBTQ+ se han abierto a contracorriente y a base de lineamientos y resoluciones judiciales que han vencido las resistencias del machismo y la discriminación que dominan las decisiones de los partidos.
En su último monitoreo mensual, la Unión Interparlamentaria, que cuenta con 178 Parlamentos afiliados y promueve el diálogo entre países y organismos internacionales, registró que México ocupa al día de hoy el cuarto lugar del mundo con mayor paridad de género en ambas cámaras del Congreso.
Esto no hubiera sucedido sin los criterios emitidos por el órgano electoral nacional ni por las resoluciones del Tribunal Electoral que lograron fijar cuotas de género a los partidos políticos. Esto eliminó la mala práctica socorrida por los partidos para designar candidatas que competían en distritos electorales perdedores.
Sin la efectividad del juicio para la protección de derechos político-electorales de la ciudadanía, diversos integrantes de los pueblos indígenas no hubieran podido ejercer su derecho a votar y ser votados en regiones dominadas por cacicazgos y discriminación en las asambleas comunitarias. Y finalmente, sin los lineamientos que establecen once criterios que hacen posible la validación de la autoadscripción, ningún afrodescendiente hubiera logrado acceder a un cargo de representación política federal. Esto lo saben quienes desde el Congreso se debaten entre la congruencia y la exclusión de sus dirigentes gandallas. Saben que está en ellas el que otras y otros puedan ejercer sus derechos políticos sin restricciones. Ojalá y no cedan.