Hace un par de semanas, el Observatorio sobre Seguridad y Justicia, del Departamento de Derecho Público de la Universidad de Guadalajara, dio a conocer el último reporte sobre patrones de desaparición en la entidad. Con más de 16 mil denuncias vigentes, de las cuales dos terceras se generaron en los últimos seis años, Jalisco es, a la fecha, la entidad con mayor número de personas desaparecidas. Desafortunadamente, el problema no es exclusivo de la entidad tapatía. Según el Informe Nacional de la Red Lupa encabezada por el Instituto Mexicano de Derechos Humanos y Democracia, si se agregan las denuncias registradas en Tamaulipas, Estado de México, Veracruz y Nuevo León, hasta el año pasado, cinco entidades concentraban el 48 por ciento de las personas desaparecidas del país.
El reporte del Observatorio de la UdG busca detectar indicios sobre el posible involucramiento de servidores públicos en las desapariciones. Se basa en el análisis de diversas fuentes oficiales incluidas las denuncias presentadas ante la Fiscalía Especial en Personas Desaparecidas de Jalisco. Los hallazgos son demoledores: en primer lugar, la información sobre desapariciones es escasa, diversa y fragmentada. Esto hace muy difícil entender el fenómeno desde sus causas, así como mapear actores y redes de complicidades. A ciegas, cualquier propuesta parece inútil. En segundo lugar, las denuncias indican que hay motivos para pensar en una pauta de desapariciones forzadas. Entre los perpetradores se señalan a servidores públicos —o personas que se hacen pasar por autoridades— en particular policías municipales, elementos de la fiscalía estatal y miembros de la Marina y el Ejército. La información sobre qué motiva las desapariciones es limitada, pero cuando participan autoridades las detenciones parecen arbitrarias, ya que son detonadas por acusaciones de robo, violencia familiar, extorsión o consumo de alcohol en la vía pública. Los servidores públicos se apoyan en grupos armados para las intervenciones frecuentemente violentas, visiblemente ilegales y sin orden judicial. En varios casos, la desaparición no sucede tras la puesta a disposición de las autoridades sino una vez que deciden “liberar” al detenido con lo cual se pierde el rastro y la responsabilidad. Parece difícil imaginar que este comportamiento no llegue a ser sistémico y solo suceda en Jalisco.
Esta semana, en un acto con policías municipales, el gobernador de Sonora aseguró que en el 97.2 por ciento de los homicidios “las víctimas se esmeraron en crear un entorno de riesgo”. Esta declaración es desafortunada no solamente por la revictimización de quienes pierden la vida de manera violenta sino porque proviene de quien fuera el responsable de la política de Seguridad y Protección Ciudadana durante los dos primeros años de la pasada administración. Es un acto de deshumanización y de falta de empatía hacia las víctimas y sus familiares que esperan verdad y justicia antes que estigmatización.
La destrucción de la empatía es una de las armas más eficaces de los regímenes despóticos. Los peores actos de barbarie han ocurrido cuando la sociedad en su conjunto justifica o se vuelve inmune a la violencia. Testimonios como el de Immaculée Ilibagiza mujer Tutsi, sobreviviente del holocausto en Ruanda son prueba de ello. En México, si los gobiernos han decidido borrar registros de desaparecidos y arrancar de la vía pública las fichas de búsqueda, nosotros, como sociedad no podemos mirar hacia el otro lado. Sin duda, las palabras del italiano Primo Levi tienen congruencia: “El mal no es un defecto del universo, sino una falta de empatía en el corazón humano”.
Investigadora de la UdG