Desde el discurso oficial se insiste una y otra vez con el respeto irrestricto a libertades fundamentales como la de asociación, expresión, información y manifestación. El desenlace de la marcha del pasado 15 de noviembre mostró de manera cruda cómo el país vive y normaliza un entorno de represión hacia quienes critican al régimen y opinan diferente. Al descalificar desde el poder a quienes ejercen la crítica, se anula la posibilidad de cualquier diálogo y se crean las condiciones para la violencia.

Desde el 2017, México ha sido calificado por CIVICUS, coalición de organizaciones de la sociedad civil y de activistas a favor de los derechos humanos, como un país en el que el espacio cívico está reprimido. Desde entonces, las condiciones se han deteriorado tanto en el país como en la región de Las Américas. En el continente, casi la mitad de la población vive bajo regímenes con espacios cívicos cerrados, es decir, no hay garantías para el acceso a la justicia o al Estado de derecho; reprimidos, es decir con libertades cívicas en riesgo o limitadas; u obstruidos, en donde las expresiones distintas al poder enfrentan obstáculos significativos. Solo en Uruguay y Canadá existen las condiciones idóneas para la libre expresión. En los demás países, las dificultades más frecuentes son: los ataques a la prensa libre, el asesinato a defensores de derechos humanos y territoriales, la detención y criminalización de manifestantes, las tácticas disruptivas en protestas y las amenazas directas a los profesionales de la información. Todos y cada uno de estos elementos estuvieron presentes en las manifestaciones del pasado sábado. Desde días previos a la marcha, hubo una campaña desde el poder para minimizar, estigmatizar y descalificar a los convocantes. En el país más peligroso para ejercer el periodismo, existen al menos 51 casos de acoso judicial contra 12 medios de comunicación y 39 periodistas incómodos para el régimen, según Artículo 19. Es el segundo país más letal de la región para los defensores de derechos humanos y territoriales, con más de 225 asesinatos desde el 2018, de acuerdo con Global Witness, CEMDA y Red TDT. En el país con una cifra de desaparecidos superior a las que dejaron las dictaduras militares de Latinoamérica, el interés del gobierno está en la tasa de popularidad y no en atender las causas de la violencia.

A diferencia de otras manifestaciones, el #15N no trató de encumbrar a un solo líder, o fortalecer un proyecto político. Distintas expresiones se articularon para protestar frente a las diferentes violencias que se viven en el país al amparo de un Estado cada vez más debilitado. En ese terreno estuvieron familiares de desaparecidos, empresarios cansados por el cobro de piso por parte del crimen organizado, ciudadanos y profesionales de la salud hartos del desabasto de medicamentos, personas que buscan justicia y paz. El Movimiento del Sombrero, los Bata Blanca, las Madres Buscadoras, integrantes de Somos México y otros más, se unieron al llamado de la Generación Z. Una generación de jóvenes nacidos entre 1997 y 2012, que no vivieron la hegemonía del PRI, que poco saben del Subcomandante Marcos, que no han visto mayor alternancia en la Ciudad de México y que han crecido en un entorno de inseguridad y violencia. Ellos tal vez no aspiren a convertirse en el Rey de los Piratas, pero piden, como el líder del Manga japonés Monkey D. Luffy, tener una vida de aventuras y un futuro viable, el que sea, pero libre de violencia.

La irrupción violenta e impune del bloque negro dejó a ciudadanos, policías, profesionales de la información heridos. De este grupo supuestamente anarquista, que desde el 2018 ha irrumpido en al menos 125 manifestaciones, poco se sabe aún cuando su desempeño es cada vez más violento. Reprimido, violentado y estigmatizado es el espacio cívico con el que contamos en México y aun así habrá que luchar por su existencia en libertad.

Investigadora de México Evalúa

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