En los últimos ocho años, 88 de 113 países del mundo experimentaron retrocesos en los distintos factores que se requieren para garantizar la existencia de un verdadero Estado de derecho. El Estado de derecho es fundamental para cualquier democracia. No solamente se refiere a cumplir y hacer cumplir la ley sino también se sustenta en el principio republicano de la separación de poderes, en la igualdad de todos frente a la ley, en la existencia de un sistema equitativo de justicia y en la capacidad de garantizar el ejercicio de derechos fundamentales para todos y todas. En este lapso de tiempo, solamente 24 países registraron mejorías según el Índice de Estado de Derecho que realiza el World Justice Project y dado a conocer el día de ayer. Esta tendencia es una mala noticia para todos. Se explica, por un lado, porque los países con tendencias autoritarias han logrado borrar la pluralidad y la capacidad de vigilancia de los Congresos, porque los Poderes Judiciales han sido debilitados a base de amenazas, recortes presupuestarios, sobrecarga de trabajo, pérdida de capacidades o persecuciones y porque el espacio cívico se ha reducido a partir de decisiones y leyes que inhiben y dificultan el derecho legítimo a organizarse para participar en los asuntos públicos por la vía no electoral.
En el caso de México, el puntaje se mantiene en 0.42 sobre 1, algo similar a la edición del año pasado. Sin embargo, los retrocesos se han profundizado en el ámbito del orden y la seguridad, en los resultados del acceso al sistema de justicia civil y en el debilitamiento de los contrapesos tanto gubernamentales como no gubernamentales cuya expresión más evidente está en la sociedad civil y la prensa.
Esta fotografía nos habla de un país en el que se producen delitos sin que haya menores consecuencias, en el que se prefiere hacer justicia por propia mano antes que utilizar las vías institucionales y en el que se mantienen niveles de violencia y conflictividad social inquietantes.
Un capítulo aparte merece el análisis sobre la ausencia de corrupción. A pesar del exceso de diagnósticos y la existencia de instituciones, México está en los últimos seis peores lugares del mundo, apenas por encima de República del Congo, Camboya, Haití, Gabón, Camerún y Bolivia. En la región latinoamericana se encuentra en el lugar 27 de 32 muy cerca de países con migraciones masivas, redes de macro-criminalidad, desigualdad y pérdida de libertades. Para quienes se preguntan por qué a pesar del discurso público y las supuestas buenas intenciones, no se ha logrado reducir la corrupción encontrarán algunas respuestas en la discrecionalidad con la que se manejan y distribuyen los recursos públicos —en particular los jugosos fideicomisos de las fuerzas armadas—, en el embate a los órganos garantes de transparencia, en la falta de apertura de los procesos de fiscalización, en el sistema de botín que premia lealtades y castiga independencia así como en la falta de capacidades de fiscalías que de autónomas solo tienen el nombre, solo por mencionar algunos. Ironías del destino: los mejores indicadores están en los ejercicios de gobierno abierto y en el cumplimiento de las leyes electorales por lo menos hasta antes de que se anticipara el actual proceso electoral.
Es en este contexto que, sin mayor debate ni justificación, el Congreso consumó un golpe más a la autonomía del Poder Judicial. La expropiación de los 13 fideicomisos que fueron creados con el propósito específico de salvaguardar derechos de los trabajadores —no para privilegios de once ministros como se quiere hacer creer— así como para fortalecer las capacidades de las instituciones de impartición de justicia, busca dinamitar los ya de por sí débiles contrapesos en México. Un golpe más contra el Estado de derecho.