Quienes acudieron al llamado presidencial para celebrar en la Plaza de la Constitución el 15 de septiembre en la noche estaban conscientes no sólo de que esa ceremonia del “Grito de Independencia” sería la última presidida por Andrés Manuel López (AMLO), sino también que sería la última ocasión en que él llamaría a llenar la plaza -¡y vaya que si la llenó!- que él hizo suya desde antes de llegar a la presidencia.

Tras dejar la presidencia nadie ni nada obliga a AMLO a que también deje el escenario político mexicano, pero es su voluntad declarada retirarse en pleno triunfo de su singular empeño por cambiar pacíficamente la naturaleza de un régimen ya caduco con una gran raíz antidemocrática, injusta y corrupta hasta la médula para empezar a dar forma a otro más generoso, digno y democrático. Por todo un sexenio ni aliados ni enemigos -a los que calificó de meros adversarios- le hicieron sombra al singular político tabasqueño que hoy está a punto de ser historia para dejar que otros -otra- asuma plenamente la responsabilidad de quedar al frente del nuevo sistema político en construcción.

Como presidente, AMLO concluyó su mandato con una aprobación ciudadana del 71%, según un promedio de las encuestas de opinión disponibles (Oráculus, 02/09/24) y con una autoevaluación promedio de las perspectivas a futuro de 8.4 sobre diez (INEGI, Bienestar autorreportado, julio 2024). Sin embargo, lo más notable ha sido la intensidad de la identificación de quienes respaldaron tanto el discurso como las acciones del político tabasqueño para modificar la estructura del poder en México.

En buena medida la explicación de la construcción del liderazgo carismático de AMLO se encuentra en un rasgo de su biografía: su capacidad para aceptar riesgos e incertidumbres, en no “jugarle a la segura” en el juego del poder sino en apostar por lo que se correspondía con los valores y metas de su proyecto de largo plazo y que le llevó a un enfrentamiento ininterrumpido con prácticamente todos los intereses creados en torno al antiguo orden. Las coyunturas difíciles, peligrosas, en la carrera política de AMLO fueron muchas y en todas se jugó su futuro. Una lista parcial de estas coyunturas incluye desde su desafío de los usos y costumbres del PRI cuando fungió como su dirigente en su estado natal, para luego romper con ese partido pese a ser entonces la fuerza dominante a nivel local y nacional, destacar como líder opositor e imponerse en 2005 sobre un desafuero orquestado desde la mismísima presidencia con apoyo del Poder Judicial y de la mayoría del Poder Legislativo, rechazar abiertamente por fraudulentos e innegociables los resultados de las elecciones de 2006 y 2012, abandonar al PRD que había dirigido para crear en muy poco tiempo un partido propio -Morena-. Ya como presidente, AMLO persistió en apuestas arriesgadas: entre otras desafiar a los “poderes fácticos” -a la oligarquía- empeñada en llevar adelante el gran proyecto de un nuevo aeropuerto internacional en medio del lago de Texcoco, neutralizar a los medios convencionales con las “mañaneras”, involucró al ejército en la construcción de un aeropuerto alternativo y luego en las otras grandes obras públicas, negoció en sus términos con el presidente Trump y al cuarto para las doce del sexenio logró la aprobación de un “Plan C” para rehacer de punta a cabo al Poder Judicial, gran bastión de los poderes fácticos, etcétera.

El capital político que va a entregar AMLO a su sucesora incluye, entre otras muchas cosas, los resultados electorales del 2 de julio donde la oposición perdió buena parte de un terreno que alguna vez fue completamente suyo. La herencia también incluye a las mayorías calificadas en el congreso, el grueso de los gobiernos estatales y locales además de una mayoría ciudadana bien dispuesta a aceptar a la primera mujer al frente del Poder Ejecutivo: Claudia Sheinbaum.

El núcleo del proyecto político de AMLO se puede resumir en dos propuestas: “por el bien de todos, primero los pobres” y “el cambio del régimen”. En ambos casos el Presidente ya dejó construidas las bases de lo que puede ser el régimen de la 4T. Sin embargo, es evidente que aún hay mucho que derruir y mucho por construir sobre esas bases, antes de poder decir que las estructuras sociales y políticas de un nuevo orden en México quedaron firmes y operando como se ha prometido.

La herencia que está a punto de recibir Sheinbaum es muy valiosa, pero a la vez muy problemática. El camino que AMLO ya no pudo andar lo debe recorrer ella sola y eso implica, entre otras cosas, recuperar la seguridad pública, recuperar el crecimiento de la economía sin sacrificar los valores de la izquierda para así lograr reducir la pobreza hasta dejarla en una expresión mínima, acelerar y hacer más efectivo el combate a una corrupción endémica, rehacer todo el aparato de impartición de justicia incluyendo fiscalías, reducir al máximo la presencia territorial e influencia del crimen organizado, mantener de manera efectiva la separación entre poder político y económico e impedir la remergencia del poder oligárquico, redefinir el papel de las fuerzas armadas, etcétera.

El cambio de régimen en que se embarcó el lopezobradorismo es ahora el proyecto de la Presidenta. Y ese cambio implica un cambio de estilo, de forma, que en el caso de la política es fondo. Lo que vaya a ser del lopezobradorismo de aquí en adelante ya no dependerá del hombre de Tepetitán, sino en buena medida de la dirección que le dé una Presidenta que se formó en la complejidad de la oposición, en el ejercicio del poder en la capital y también en el complejo universo de la ciencia y de la academia.

La siguiente etapa del proceso político mexicano: el lopezobradorismo sin López Obrador.