El título de esta columna proviene de un diálogo entre Arturo Lizárraga -sociólogo y estudioso del fenómeno del cultivo de drogas prohibidas- y un campesino ya curtido por los años en años en el pequeño pueblo de Ajoya (252 habitantes), en Sinaloa. “Sembrar legal no sale” resume a la perfección la tesis que Froylán Enciso desarrolla a lo largo de una compleja y bien investigada narrativa histórica en De Sinaloa para el mundo. Economía política del narcotráfico (Ed. Inefable, 2024, 379 pp.).
Se trata de un examen de los orígenes de esa economía ilegal pero muy efectiva desde inicios del siglo pasado hasta los 1940. Y es que entender ese inicio es indispensable para comprender cómo fue que desde Badiraguato (hoy, 26,500 habitantes) y sus alrededores surgió una organización de narcotraficantes -el Cártel de Sinaloa- que ha llegado a ramificarse todo el globo.
De Sinaloa para el mundo tiene como base la tesis doctoral del autor y que, a su vez, se sustenta en una buena cantidad de fuentes secundarias y hemerográficas y en archivos locales, nacionales, norteamericanos e incluso uno australiano (ya se verá por qué). Esta obra deja de lado el estilo propio de su origen (una tesis) y ofrece una prosa ágil y no exenta de sentido del humor que se advierte desde el título mismo.
El color del cristal con el que Enciso observa la economía política del narcotráfico es sinaloense, pero es un cristal que abarca no sólo un escenario poblado por estructuras y actores económicos y políticos destacados sino que también se enfoca de manera más nítida y empática en los actores en la base de la pirámide: el campesino de la sierra que siembra marihuana o amapola, el migrante chino que se integra al mundo local y que adquiere el producto en bruto del campesino para su reventa o el contrabandista norteamericano que se aventura en pueblos de la sierra para adquirir la hierba o la goma de opio para retornar a su país con una maleta del cargamento prohibido y que supone le recompensará por el riesgo.
Enciso también pone la mira, aunque con menos cercanía y empatía en personajes y niveles superiores. Por ejemplo, el médico sonorense con buenas conexiones a nivel nacional y que trata de dar forma y efectividad a políticas instituciones que pongan fin al cultivo y consumo de lo prohibido: marihuana y opio. También aparecen los militares y policías locales y federales que en nombre del Estado persiguen a los eslabones más débiles de una cadena muy larga para intentar romperla o beneficiarse de ella, o ambas cosas, ya que en la realidad examinada no son incompatibles pues existe la posibilidad de combatir y a la vez proteger una actividad ilegal para extorsionarla. También aparecen las “buenas familias” que por su mejor posición económica, social y política mezclan con naturalidad su actividad como comerciantes en grande y actividades agroindustriales con el trasiego también en grande de las materias primas de las drogas prohibidas. En este nivel las historias de vida ya no son detalladas e íntimas. En esas esferas superiores lo destacado ya no es el individuo sino su rol estructural en tanto presidentes municipales, jefes de policía, militares, gobernadores, funcionarios federales, agentes del gobierno norteamericano y presidentes de México.
El autor puede destacar la individualidad y circunstancia en la base social de la pirámide porque las fuentes se lo permiten. Los archivos judiciales son la clave para ver el mundo desde la perspectiva de Homobono Vargas, un campesino pobre, analfabeta, de 45 años, vecino de El Rosario, alcohólico, pero con la responsabilidad de sostener dos familias. En 1931, Homobono fue el primer enjuiciado y sentenciado por sembrar marihuana en Sinaloa. El Rosario, donde él vivía, era entonces una población minera que desde años atrás estaba en crisis económica, situación que debió agravarse con la Gran Depresión de 1929. Homobono era pues sobreviviente en una economía de subsistencia y que alegó sin éxito que desconocía que sembrar y vender la cannabis sativa -su salvavidas económico- era delito.
Personajes como Homobono, los chinos Juan Ching o José Amarillas, los médicos y funcionarios como el médico Luis G. Cervantes y otros agentes del Estado se empeñaron entonces en ofrecer no alternativas a Homobono y a los suyos, sino sólo en destruir “el repugnante tráfico de drogas”. Sin embargo, lo que Enciso llama el “ideal sanitario” de los gobiernos de la Revolución y que terminó por sufrir una rotunda e inevitable derrota frente a los incentivos y lógica del mercado internacional que se abrió entonces para los sinaloenses que en la sierra podían producir marihuana y goma de opio.
La emboscada y asesinato en 1941 del coronel Alfonso Leyzaola, responsable de la policía judicial del estado, marca el inicio de la violencia como otro instrumento para manipular el mercado de las drogas: el coronel fue eliminado por los “gomeros” no porque los combatiera sino porque, abusando de su personificación del Estado, se excedió al extorsionarlos y demandar de ellos más de lo que ellos consideraban justo y legítimo pagar “al gobierno” por aceptar y proteger su actividad. Aquí hay todo un tema de economía moral.
Enciso arremete contra dos mitos muy extendidos: que los chinos fueron los que iniciaron el cultivo y trasiego de marihuana y opio en Sinaloa -fueron farmacéuticos de Mazatlán- y que en los 1940 hubo un acuerdo secreto entre los gobiernos de México y Estados Unidos para surtir la demanda del ejército norteamericano de materia prima para los analgésicos opioides durante la II Guerra Mundial. No, la fuente estaba en Oceanía.
Es de esperar del autor un siguiente libro que aborde la naturaleza y vaivenes de la economía política del narcotráfico a partir de los 1950, pues de entonces a la fecha las cosas han cambiado y mucho. Ya la marihuana y las amapolas quedaron marginadas; hoy el problema es más serio.