En el último medio siglo hay dos “11 de septiembre” trágicos de gran significado político y resultado de conspiraciones largamente incubadas, bien financiadas, fruto de concepciones extremistas e intolerantes que por la vía de acciones espectacularmente violentas buscaron incidir en el desarrollo de procesos regionales y globales de lucha por el poder. Uno es el protagonizado en 2001 por el saudita Osama Bin Laden y la organización Al Qaeda para destruir de manera espectacular las Torres Gemelas de Nueva York y el Pentágono e iniciar una Jihad o guerra santa del mundo islámico contra los Estados Unidos, “enemigo de Dios, de su mensajero y de los musulmanes”.
El otro “11 de septiembre” es resultado de una tortuosa conspiración generada por la Guerra Fría e impulsada por la alianza de la derecha chilena con agencias del gobierno norteamericano para impedir que Salvador Allende ganara la presidencia de su país. Cuando ese empeño fracasó, Washington decidió desbarrancar el gobierno allendista para imposibilitar que la izquierda chilena pudiese hacer realidad una vía pacífica y democrática como forma de transitar del capitalismo al socialismo.
Veamos detalles del caso. En un documento preparado para la reunión del 6 de noviembre de 1970, del Consejo de Seguridad norteamericano encabezado por Henry Kissinger y citado por Peter Kornbluh, archivista de los Archivos Nacionales de Washington, especializado en el caso chileno y autor de Pinochet desclasificado. Los archivos secretos de Estados Unidos sobre Chile, [2023]. El documento asienta: “lo que suceda en Chile…tendrá ramificaciones que irán mucho más allá de Estados Unidos…[afectará] sobre lo que suceda en el resto de América Latina …Y en el panorama mundial más amplio, incluidas nuestras relaciones con la URSS. Incluso afectaran nuestra propia concepción de cuál es nuestro papel en el mundo”.
Desde la perspectiva de los gobernantes de la gran potencia, las elecciones chilenas eran un asunto que estaba relacionado con la Guerra Fría en la zona de influencia norteamericana y no se podía dejar sólo en manos de los chilenos. Desde 1958 Washington consideraba a Allende un peligroso dirigente marxista. Tras haber organizado con éxito en Guatemala el derrocamiento de Jacobo Árbenz —presidente democráticamente electo pero apoyado por el Partido Guatemalteco del Trabajo (comunista) y que pretendió echar a andar una reforma agraria que afectó intereses económicos norteamericanos—, lo lógico para Washington era implementar una operación similar en Chile.
Tres veces Allende había intentado sin éxito ganar la presidencia y en las tres hubo intervención norteamericana en favor de los adversarios del médico izquierdista, aunque relativamente discretas. En 1970 la situación fue diferente. Con la derecha dividida, Allende pudo lograr la mayoría relativa (36.6% contra 34.9 y 27.8 de sus dos rivales de derecha) pese a que esta vez el esfuerzo norteamericano por impedirlo sí fue sustantivo: ayuda a los democristianos, una intensa campaña de noticias falsas y de miedo —El Mercurio y su director Agustín Edwards fueron abanderados conspicuo de la campaña antiallendista—, contacto sistemático con militares de derecha, ayuda a los complotistas que asesinaron al general René Schneider, comandante en jefe del ejército y contrario a cualquier intento de golpe militar. Coronando esta operación está la orden del presidente Nixon al jefe de la CIA, Richard Helms, del 15 de agosto de 1970, para que se impidiera a Allende tomar posesión del cargo.
Como pese a todo Allende fue declarado presidente, entonces el esfuerzo de Washington se encaminó a coordinarse con la derecha chilena para la desestabilización de su gobierno, tarea en la que ayudaron las grandes empresas norteamericanas en Chile como la IT&T, Anaconda o Kennecott.
Todo indica que, como en el caso del golpe militar contra Madero en nuestro país en 1913, los norteamericanos no manejaron directamente la operación militar misma, pero contribuyeron decisivamente para crear las condiciones políticas y económicas que finalmente facilitaron que la cúpula militar se sintiera justificada y respaldada, tanto por los sectores de derecha locales como por la gran potencia hegemónica, para actuar directamente en contra de un gobierno que había ganado legítimamente su derecho a gobernar. Ahora bien, y a diferencia del caso mexicano, los golpistas chilenos en el poder tuvieron el apoyo abierto de Washington por un tiempo largo, suficiente para estabilizarse como dictadura e introducir los cambios en el sistema económico que los hicieron ejemplo del neoliberalismo, modelo que hoy cuestionan incluso algunas derechas.
Los dos “11 de septiembre” son hoy símbolos de brutalidad y de fracaso; lecciones ejemplares de caminos que no se deberían volver a recorrer.