El título de esta columna corresponde al de una novela de Pierre Choderlos de Laclos, de fines del siglo 18, donde una pareja de aristócratas perversos se solaza en generar primero y traicionar después la confianza de personas crédulas y vulnerables. Sólo que el tema aquí es de una relación de poder entre una potencia —Estados Unidos— y países vulnerables por dependientes y crédulos como el nuestro.
Al inicio del mes fuimos testigos en vivo y en directo de la forma en que el presidente y el vicepresidente de Estados Unidos humillaron a un supuesto aliado —Volodímir Zelenski, de Ucrania— y que hoy depende casi por entero de Washington para sobrevivir. El affaire Zelenski-Trump o Ucrania-Estados Unidos debe ser tomado en cuenta por nuestro país en relación a los peligros de una relación de dependencia excesiva con la gran potencia vecina y de paso recordar la observación de un primer ministro de Gran Bretaña, Lord Palmerston: “Los países no tienen amigos permanentes sólo intereses permanentes”. Y una característica del actual presidente norteamericano es su disposición a redefinir abruptamente a quienes considera amigos y enemigos, con efectos inmediatos en los compromisos previamente adquiridos por la gran potencia con otras naciones.
Fue inesperada, unilateral y malamente justificada la decisión de Trump de imponer aranceles del 25% a las importaciones provenientes de México y Canadá —países vecinos y ligados a Estados Unidos por un tratado formal de libre comercio (TMEC)— como castigo no por supuestas negligencias en materia no económica, sino en el combate al contrabando de drogas prohibidas.
Sea cual fuere finalmente el desenlace de este súbito desencuentro entre los tres socios del TMEC y del caos que ha producido en sus sustantivas relaciones comerciales —¡80% de lo exportado por México va al mercado norteamericano!— la confianza que alguna vez tuvieron las élites mexicanas en la solidez del TMEC se ha esfumado. Es posible que el acuerdo se mantenga cuando sea renegociado en 2026 pero la idea de una integración económica justa y confiable de la América del Norte, no obstante las desigualdades de poder entre sus componentes, ya desapareció y su lugar lo ocupará la desconfianza de cara al futuro.
Las elites políticas y económicas del México neoliberal vieron al TLCAN-TMEC como el paraguas protector, el entorno seguro, para que el socio más desigual pudiera desarrollar un nuevo proyecto nacional y neoliberal tras el agotamiento y crisis en los 1980 del “nacionalismo revolucionario” priista y proteccionista.
Y es que a partir del siglo XVI, México lo mismo había sido parte de una estructura política intercontinental —el gran imperio español— que navegante solitario tras su independencia en las peligrosas corrientes de la globalización capitalista. Como nación independiente México exploró la posibilidad de ser parte de una Hispanoamérica dispuesta política y económicamente a la ayuda mutua para mantener su soberanía y viabilidad frente a la Europa colonialista y abusiva. Ese gran sueño de Simón Bolívar murió apenas dio los primeros pasos, pero ya desde entonces se sospechó de las intenciones nada fraternas de un país dentro del propio continente: Estados Unidos. La “Doctrina Monroe” (1823) no fue en realidad una defensa contra las ambiciones europeas sino el primer paso del proyecto norteamericano de hacer de Iberoamérica una zona de influencia exclusiva. La Unión Panamericana que se creó en 1890 y se estableció en Washington para luego en 1948 transformarse en la Organización de Estados Americanos (OEA) nunca fue otra cosa que un instrumento político de Estados Unidos. La naturaleza de esa relación la captó muy bien el expresidente guatemalteco Juan José Arévalo en su fábula “El tiburón y las Sardinas” (1956). México, forzado por las razones de la geopolítica, está imposibilitado de escapar de la zona de influencia norteamericana. Sin embargo, a lo largo del siglo XX fue una sardina relativamente disidente que a veces tomó distancia del cardumen. Durante la 1ª Guerra Mundial y en medio de su revolución, nuestro país no tomó partido, pero tampoco rechazó de inmediato la oferta alemana de ayuda si declaraba la guerra a Estados Unidos (telegrama Zimmerman). Tras el fin de esa gran guerra, México quedó aislado y no fue invitado a la Sociedad de Naciones. Durante la 2ª Guerra la situación de nuestro país fue diferente pues desde antes del nuevo gran conflicto mundial México había apostado por la República Española y contra el fascismo y el nacional socialismo y luego fue aliado activo de los Estados Unidos de Roosevelt y el New Deal. Ya en la Guerra Fría, México quedó en la órbita norteamericana y se sumó al anticomunismo encabezado por Washington, pero manteniendo una cierta distancia, es decir, una independencia relativa.
México no mandó, como Colombia, tropas a la guerra de Corea ni a ninguno de los otros teatros en que se libró la parte caliente de la guerra fría. Tampoco se sumó a las presiones encabezadas por Washington contra Árbenz en Guatemala o contra la Cuba revolucionaria ni tuvo cercanía con las dictaduras anticomunistas del Cono Sur. En fin, que México trató de no identificarse abiertamente con el cardumen que obedecía al tiburón norteamericano.
Fue la crisis del modelo económico mexicano de los ‘80 lo que llevó a que el proyecto de independencia relativa frente a Estados Unidos, diera el giro dramático que culminó con la firma del TLCAN en 1992. El TLCAN significó aceptar la dependencia económica de México bajo el concepto de integración de la América del Norte como algo inevitable. Sin embargo, hoy el presidente norteamericano ha puesto en duda y de manera dramática la viabilidad de este acuerdo y por eso nuestro país está obligado a empezar a desacoplar con mucho cuidado y tacto nuestra economía de la norteamericana pues la relación ya se ha convertido no en “la gran ilusión” del salinismo sino en una auténtica relación peligrosa.