Si la lucha política también puede ser definida como la guerra por otros medios, la coyuntura mexicana —muy determinada por la elección presidencial de 2024— se puede describir como una donde se libran intensas batallas simultáneas.
Hoy, la contienda primordial es entre dos coaliciones: una de derecha clara y otra de izquierda difusa. La disputa se centra en el estatus legal de las fuerzas armadas (FF AA). En estos días se discute acaloradamente el papel de los militares como clave para restaurar la seguridad pública en una sociedad asediada por el crimen organizado.
Históricamente, en nuestra región las derechas han sido quienes han apoyado con más entusiasmo echar mano de las FF AA para enfrentar a los “elementos antisociales” cuando se trata de movimientos de izquierda. Sin embargo, hoy y aquí es justamente la coalición de derechas la que está dando la gran batalla por limitar el papel de las FF AA —el “militarismo”— como recurso de última instancia de un gobierno de izquierda que busca revertir la pérdida de terreno frente a verdaderos y brutales “elementos antisociales”: los ejércitos del crimen organizado. Esta aparente paradoja se explica no porque la derecha sea “narca” o se haya tornado “antimilitarista” sino porque la actual relación gobierno-FF AA representa un gran apoyo a un proyecto presidencial orientado hacia la izquierda pero que no dispone de un “servicio civil” efectivo y que encontró en las FF AA un cuerpo de servidores públicos disciplinados, preparados y confiables.
Y no es que la derecha no haya usado en el pasado y a fondo a los militares en tareas de seguridad e incluso en acciones ilegales y de represión extrema sino que, en “tiempos de guerra política”, cualquier tema, sea el control de la migración, la agenda energética o la reacción frente a la pandemia tiene el potencial de convertirse en arena de choque en lo que se llama “la disputa por la nación.” Específicamente lo que está en juego hoy es la consolidación o la derrota de la “Cuarta Transformación”.
A medida que se aproxima el final del sexenio se activan otros teatros de conflicto: uno es el choque dentro de cada coalición. La derecha ha hecho suyo a un partido de izquierda —el PRD— aunque dada su marginalidad esa incongruencia es casi irrelevante. Lo relevante es que el PAN —el partido más sólido en su ideología conservadora— no puede estar seguro de que el PRI —un partido sin ideología definida pero oportunista— pueda ser un socio confiable. Por su parte, la coalición gubernamental también tiene elementos igualmente ajenos a los valores de la izquierda y oportunistas como el Partido Verde.
Dentro de cada agrupación también empiezan a aflorar disputas de fondo, dos son especialmente notorias. En el PRI su dirigente, Alejandro Moreno (Alito), ha sido objeto de una campaña externa de descrédito muy efectiva. Internamente esa campaña ha dado fuerza a un grupo de expresidentes de ese partido y al senador Miguel Ángel Osorio Chong para pedir la cabeza de Alito por “el bien del PRI”, pero el campechano se mantiene con el apoyo de los líderes priistas estatales.
Por su parte Morena experimenta las tensiones propias no sólo de la sustitución en 2024 de su insustituible líder carismático —Andrés Manuel López Obrador— sino por choque de los gobernadores morenistas con activistas que rechazan que desde los palacios de gobierno estatales se quiera controlar a Morena y que su Consejo Nacional, presidido por un gobernador, intervenga en la designación de candidatos.
Durante la larga pax priista la política fue asunto de los pocos y la ciudadanía apenas si tomaba nota de lo decidido en la cúpula. Hoy todos los temas se debaten en público, en un debate intenso y los acuerdos son escasos. ¿Sabremos convivir constructivamente en este nuevo entorno? Ojalá.
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