¿Hacia qué futuro colectivo apunta la brújula de la historia? ¿En particular, hacia dónde se dirigirá México en esa marcha que lo ha llevado de ser un conjunto nada armónico de sociedades originales a una colonia europea y finalmente a un Estado-nación contiguo a una gran potencia hegemónica?
La interrogante no se presta a una respuesta clara. La visión del presente y del futuro colectivo depende de factores difíciles de definir y más aún de medir: los valores del observador, su interpretación del pasado, su visión de la naturaleza y dinámica de la estructura social y del lugar que el observador ocupe en esa estructura, etcétera. En cualquier caso, si bien la pregunta no admite una respuesta certera no es ociosa pues su planteamiento es central a nuestra razón de ser en tanto actores sociales.
Hace apenas un par de siglos la mayor parte de quienes habitaban lo que hoy llamamos México no tenían una identidad de pertenencia a lo que hoy es la nación. Y es que en su realidad simplemente no tenían cabida las ideas de una comunidad más allá del entorno local ni tampoco que el futuro pudiera ser diferente de lo que suponían que siempre había sido. Como afirmara el historiador Luis Gonzáles, lo que existía para el grueso de la población de entonces eran “las matrias” no “la patria”. La otra cara de la moneda es que las minorías dirigentes de entonces, en la medida en que efectivamente dirigían al México que apenas nacía, proponían futuros incompatibles.
A diferencia del primer siglo de vida del Estado nacional mexicano y a costa de una serie larga de luchas internas y contra enemigos externos muy brutales y encarnizadas, en algún punto del siglo pasado se hizo realidad que la mayoría de los habitantes de nuestro país se considerasen miembros de la nación mexicana. Ahora bien, más o menos resuelto el problema de la identidad lo que falta por dilucidar es algo igualmente importante: ¿cómo imaginamos que podrá y deberá ser la naturaleza política de esa comunidad mexicana en el futuro? Y es que en buena medida la respuesta a esa cuestión es también un enigma para el grueso de la sociedad global donde prevalece una visión difusa, contradictoria y angustiante de la marcha hacia el futuro.
Superadas hasta cierto punto las grandes luchas políticas que tuvieron lugar en nuestro país a partir de la independencia, persisten las diferencias en torno al futuro posible y deseable. Y en buena medida tales diferencias se enmarcan en uno de los paradigmas de izquierda o de derecha disponibles y que son las cartas de navegación rumbo a lo porvenir.
Fue el contexto del final de la Guerra Fría lo que llevó a un académico norteamericano, Francis Fukuyama, a proponer y pregonar con gran optimismo y entusiasmo el camino rumbo a lo venidero como el “fin de la historia”. El profesor Fukuyama entendió entonces —1992— ese final como el momento en que una interpretación de la historia del desarrollo universal se impondría de manera contundente e irreversible sobre el resto de las alternativas. Para él, con la desaparición de la URSS la evolución política y moral de la humanidad estaba llegando a su culminación. Desde una perspectiva inspirada en la filosofía de Hegel, el fascismo y el comunismo habían sido derrotados teórica, moral y materialmente por el capitalismo liberal y democrático que quedaba así como el único sistema viable de organización social. Variantes de esa democracia liberal y de economía de mercado coexistirían aunque la conclusión del proceso aún llevaría tiempo (sobre todo en el mundo islámico). La confrontación entre intereses nacionales específicos podría no desaparecer pero ya no alcanzaría el carácter de guerra total como en el pasado. Para las derechas, entre ellas la mexicana, concebir así el futuro les viene como anillo al dedo incluso después de que el propio Fukuyama ha expresado reservas sobre su teoría.
Desde la óptica de la izquierda la situación es distinta. Pese la derrota del “socialismo real” el largo plazo del capitalismo no luce sólido pues sus contradicciones de los intereses de clase persisten e incluso se agudizan con la concentración escandalosa de la riqueza a nivel global y el “fin de la historia” no es real. La concentración de la riqueza significa un aumento de la desigualdad social y por tanto la explotación del hombre y de la naturaleza por el hombre. Ya que estas premisas se mantienen como parte de la esencia de la dinámica del capitalismo dicho sistema no debe ni puede ser aceptado como un futuro legítimo.
Para la izquierda la historia en tanto lucha de ideologías sigue. Sin embargo, la certeza que alguna vez tuvo sobre la inevitabilidad del arribo a la sociedad sin clases, sin capitalistas e incluso sin Estado —el “fin de la historia” desde la interpretación marxista de Hegel— ya no funciona como la estupenda brújula que fue para adentrarse en lo porvenir.
En estas condiciones lo que queda para la izquierda es actuar con proyectos más modestos pero más realistas que sirvan para limitar la brutalidad del capitalismo aunque no su creatividad. Y uno de esos proyectos concretos es el que echó a andar Andrés Manuel López Obrador en nuestro país. El lopezobradorismo parte de la aceptación, por ahora inevitable, del capitalismo como sistema económico pero aplicándole por la vía de la democracia política todos los límites que promete el “humanismo mexicano” que propone usar la capacidad del Estado para atemperar la explotación del hombre por el hombre. En tanto la visión del largo plazo permanezca difusa el proyecto de AMLO vale como futuro inmediato.