Con la renuncia de Eduardo Medina Mora a la Suprema Corte (SCJN) se airea esa institución y, a la vez, se abre una necesaria discusión sobre la naturaleza y papel de esa corte y del sistema judicial mismo.
En la estructura de las democracias modernas, la razón y la función de la institución judicial se sustenta en un par de premisas tan claras como fundamentales. En primer lugar, que en un sistema estatal sano, el poder no debe estar concentrado en una persona o una institución para evitar que ese mando derive en arbitrariedad y tiranía. La segunda, es que al poder político sólo lo puede mantener bajo control otra fuerza similar. Fue en el ambiente de la Ilustración que Montesquieu (1689-1755) desarrolló la fórmula de la división de poderes como premisa de buen gobierno. En ese esquema, el aparato judicial, y siempre según Montesquieu, debía ser un poder “nulo” es decir que, en principio, no debía tener iniciativa propia sino proponerse interpretar la ley con inteligencia, honestidad e imparcialidad.
Tras la consolidación de las democracias modernas como sistemas basados en la división tripartita de atribuciones, quedó claro que el ejecutivo y el legislativo eran actores netamente políticos, pues su legitimidad provenía del resultado de la contienda electoral, es decir, de la voluntad directa del soberano, del conjunto de la ciudadanía. En contraste, la estructura judicial surgía y se mantenía de un acuerdo y negociación entre los dos poderes políticos originales, y esto se hace particularmente evidente en cualquier suprema corte. En nuestro caso, es el ejecutivo el que propone a sus miembros y el senado el que decide. Los magistrados así seleccionados deberán estar en su puesto por un período bastante mayor que quienes decidieron sobre su elección, al punto que en ciertos países el puesto puede ser vitalicio.
Si la fuente de la legitimidad de los dos poderes netamente políticos es la consulta directa al ciudadano vía las elecciones, ¿cuál es la fuente primordial de la legitimidad del tercero, del judicial? Puesto que el ejecutivo puede disponer, entre otros muchos instrumentos, de la burocracia y de la fuerza armada, y el legislativo tiene la última palabra en la asignación de los recursos públicos, ¿cuál es el medio equivalente del “supremo” como se le llama en algunos países al corazón del aparato judicial? En términos formales, su fuerza reside en que tiene la capacidad de declarar inconstitucionales decisiones de los otros dos poderes u otorgar amparos. Sin embargo, la respuesta de fondo no se encuentra en algún elemento de realpolitik equivalente a los del ejecutivo o el legislativo sino en algo diferente: en la calidad moral e intelectual tanto de sus miembros como de sus decisiones. Y esa calidad se muestra y se valora, sobre todo, en las coyunturas complicadas, en donde se pone en juego la independencia y eficacia del aparato judicial para resolver problemas. Su independencia debe mostrarse no sólo ante las otras ramas de gobierno sino también frente a los poderíos de facto, en particular los económicos o del crimen organizado.
La credibilidad de jueces y magistrados, especialmente los de la SCJN, demanda una honradez a toda prueba, pues la sospecha de la corrupción de la justicia es, históricamente, el gran Talón de Aquiles de quienes la imparten. Ya en el Código del rey Hammurabi (1792-1750 a.C.) hay referencia al juez venal.
Al final del siglo XIX, el poder judicial mexicano quedó desprestigiado por su subordinación al presidencial. Luego, en el sistema priista clásico esa subordinación y corrupción se mantuvieron. En la encuesta de 2018 sobre confianza pública, Consulta Mitofsky encontró que la SCJN —la joya de la pirámide judicial— ocupó el lugar 12 de 18. La derrota del PRI, la salida reciente de Medina Mora, el discurso presidencial contra la corrupción y la crisis de inseguridad, abren una gran oportunidad para tratar de hacer de nuestro poder judicial uno que tenga la confianza ciudadana por su calidad, honradez y valor. Hoy México vive, a la vez, un cambio político pacífico a la vez que una inaceptable falta de seguridad. Tarea clave para enfrentar esta coyuntura es la reforma de fondo del sistema de justicia. Se trata de un asunto vital para la viabilidad de cualquier proyecto de nación.
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