La generación de energía es una actividad vital tanto para la economía como para la seguridad nacional. Las grandes potencias poseen una estructura institucional robusta y suponen que siempre pueden controlar a su sector energético privado por la vía administrativa, aunque si ese sector fuese extranjeros quizá su actitud liberal cambiaría. En contraste, en países con elementos de poder internacional y estructura institucional relativamente débiles la situación es otra y aceptar que su sector energético lo dominen intereses privadas extranjeros es reducir su capacidad para defender el interés nacional.
En El nacionalismo mexicano y la inversión extranjera (Siglo XXI, 1967), Miguel S. Wionczek trazó el desarrollo de la industria eléctrica mexicana desde fines del siglo XIX hasta su nacionalización en 1960. Es una historia de encuentros y desencuentros entre una industria eléctrica controlada por el capital externo y el interés nacional que debe ser tomada en cuenta ahora que se está reanudando la batalla por el sector eléctrico.
Las primeras generadoras mexicanas de electricidad fueron hidroeléctricas que tenían como clientes a minas y fábricas y apenas un puñado de zonas urbanas. Al iniciarse el siglo XX los mexicanos beneficiados por esas concesiones hidroeléctricas traspasaron sus derechos a alguna de las cinco grandes empresas inglesas, canadienses y norteamericanas que se propusieron tomar el control del sector eléctrico con la American & Foreign Power como dominante.
Pronto surgieron las quejas por las altas tarifas del energético y al final del período armado de la Revolución Mexicana, en 1922 el nuevo régimen creó la Comisión Nacional de la Fuerza Motriz (CNFM) para armonizar los intereses de productores, consumidores y el Estado. A diferencia de las petroleras, las empresas eléctricas sólo podían explotar el mercado nacional y su expansión estaba ligada a la modernización de México. Ello incubó un choque de intereses. Las empresas requerían de tarifas que les permitieran un buen margen de utilidad, pero sus clientes —minas, fábricas, comercios, servicios municipales y domésticos— demandaban tarifas bajas y para ello se organizaron en un grupo de presión: la Confederación Nacional Defensora de los Servicios Públicos (CNDSP). Por su parte el gobierno deseaba, además, que se expandiera la red eléctrica en beneficio del México mayoritario, el rural, pero que no interesaba a las empresas.
En 1933 la CNDSP empezó a proponer la nacionalización de la industria eléctrica, justo cuando el nacionalismo iba en ascenso y el propio presidente Roosevelt había argumentado en Looking Forward que la propiedad estatal de los recursos hidráulicos generadores de energía beneficiaría “al pueblo”. En esa atmósfera, el presidente Cárdenas creo la Comisión Federal de Electricidad (CFE) y el gobierno adicionó, a su papel regulador de las empresas eléctricas, el de generador de energía y eje de un futuro sistema sin fines de lucro que atendiera “los intereses generales”. A partir de entonces las inversiones privadas en electricidad se estancaron y la CFE empezó a diseñar la electrificación nacional.
La contradicción que se venía gestando entre los intereses de las empresas eléctricas extranjeras, de los consumidores y el proyecto del gobierno se resolvió no mediante una expropiación —aunque se contempló— sino por la creación de condiciones que llevaron a las empresas eléctricas a concluir que ya no habría condiciones propicias para seguir en México y vendieran sus activos a quien les había ganado la partida: al gobierno mexicano que, en plena Guerra Fría consiguió los recursos para la estatización ¡mediante un crédito negociado con la Prudential Insurance de EU!
La confrontación del gobierno actual con las empresas eléctricas extranjeras es parecida a la descrita, aunque hoy los intereses foráneos cuentan con un gran aliado: los partidos de la oposición.