Llegamos al 106 aniversario de la Constitución de 1917, una de cuyas características fue un fuerte contenido nacionalista. No fue poca cosa adelantarse a la revolución bolchevique y abrir la posibilidad de una reforma agraria en un país con latifundios propiedad de súbditos de las grandes potencias o declarar que los yacimientos petroleros dejaban de ser propiedad del terrateniente y pasaban a serlo de la nación en una circunstancia, donde la producción del hidrocarburo aumentaba a gran velocidad bajo el control del capital extranjero y en contexto de una I Guerra Mundial donde ese combustible ya era estratégico. Desde esa perspectiva asombra la audacia de un documento redactado cuando tropas norteamericanas aún deambulaban por Chihuahua para castigar el ataque de Villa a Columbus. En fin que nuestra Constitución nació como un reto a los intereses de un sistema internacional construido por y para las grandes potencias y donde apenas tres lustros atrás una rebelión popular anti extranjera en China —la boxer— había sido duramente suprimida por las potencias imperiales.
En buena medida los constitucionalistas mexicanos de 1916-1917 corrieron con mejor suerte que los boxer, porque los imperialistas estaban luchando entre ellos. Sin embargo, en cuanto concluyó en 1918 la Gran Guerra, la presión sobre el nacionalismo mexicano aumentó y la posibilidad del uso de la fuerza por parte de Estados Unidos —posicionado ya como el único país que podía permitirse medidas punitivas en el escenario mexicano— no se descartó.
La hazaña del cardenismo en los 1930 —reforma agraria, expropiación petrolera y la movilización de popular en su apoyo— le dio al nacionalismo revolucionario una fuerza que pudo ser usada por los gobiernos del PRI hasta inicios de los 1980. Sin embargo, la crisis de su modelo económico —la industrialización protegida— llevó a su sustitución por el proyecto neoliberal del capitalismo globalizador y también a fundir a la débil economía mexicana con la norteamericana (TLCAN y TMEC) y dejar que fueran las fuerzas del mercado global las que asignaran la distribución de tareas, recursos y recompensas con el resultado, entre otros, de pérdida de autonomía, un proceso de privatización envuelto en gran corrupción, un crecimiento económico menor al esperado, un desfonde del partido de Estado (PRI), un ascenso imparable del crimen organizado y una impúdica concentración de la riqueza.
Todo lo anterior desembocó en 2018 en una hasta entonces imposible victoria electoral y pacífica de un movimiento masivo de izquierda encabezado por Andrés Manuel López Obrador (AMLO). Con el proyecto lopezobradorista retornó el nacionalismo, aunque en un contexto económico muy limitante por estar enmarcado por los tratados de libre comercio suscritos con Estados Unidos. Sin embargo, ese contexto también estuvo libre de las rigideces ideológicas de la guerra fría y Washington aflojó las riendas a los países que viven a la sombra de su influencia directa, lo que propició las posibilidades de varias izquierdas latinoamericanas que buscaron distanciarse del neoliberalismo para ensayar políticas que, centradas en la intervención del Estado, favorecieran a las clases populares.
AMLO ya no pudo proceder a expropiaciones espectaculares al estilo cardenista pero sí pudo liberar al petróleo de las reglas del TMEC, revitalizar a Pemex, reposicionar a la CFE como eje de la industria eléctrica y reservar el litio para la empresa pública. Su discurso político ha sido una interpretación histórica muy negativa lo mismo del orden del período colonial que del neoliberal y una exaltación de la vigencia de las culturas originales y del vigor político de las masas populares. En fin que sin poder dar forma a una nueva constitución como base legal de un nuevo régimen, el lopezobradorismo optó por enfatizar el lado progresista del documento de 1917 para intentar modificar la ruta de la nave mexicana y enfilarla, hasta donde la correlación de fuerzas se lo permite, por el rumbo de las corrientes progresistas de nuestra época y sus circunstancias.
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