“México es un país libre, independiente, soberano, no somos colonia de Rusia ni de China ni de Estados Unidos” ¿A qué vino esta afirmación del presidente Andrés Manuel López Obrador en Cuernavaca? (26/03/22). Fue una reacción a lo dicho por el embajador norteamericano en México, Ken Salazar, que pedía (¿demandaba?) que no hubiera cercanía alguna entre México y el Kremlin y también a la versión sobre México como base de espías rusos dada por el jefe del Comando Norte de Estados Unidos, general Glen David VanHerck.
Uno de los aspectos relevantes para nosotros como mexicanos del choque actual entre Rusia y Estados Unidos con motivo de la invasión rusa a su vecina Ucrania, es lo relativo de la soberanía de países débiles vecinos de una gran potencia. La naturaleza de una vecindad asimétrica la ha planteado Noam Chomsky de esta manera: “Todos entienden que México no puede unirse a una alianza militar encabezada por China, emplazar armas chinas apuntadas a Estados Unidos ni llevar a cabo maniobras militares con el Ejército de Liberación del Pueblo” (La Jornada, 28/03/22).
Tras la independencia de España nuestra soberanía —la capacidad de tomar decisiones sólo en función del interés de la nación y sin tener que dar cuenta a una instancia superior— muy pronto empezó a topar con límites. La llamada “Doctrina Monroe” enunciada por Estados Unidos en 1823, y sin consultar con sus vecinos, se propuso advertir a la Europa que por sí y ante sí, Estados Unidos consideraría contrario a su interés que la Santa Alianza, una especie de OTAN que había surgido en 1818, actuara para retornar a España el dominio sobre sus colonias en América. El “derecho” de tutela de Washington sobre las nuevas naciones, llevaba implícito un límite a la soberanía de los vecinos de Estados Unidos, en particular México y Centroamérica. La ayuda a los rebeldes texanos en 1835-1836, luego la anexión misma de Texas en 1845 y la guerra de conquista del norte mexicano que le siguió dejaron en claro que la asimetría de poder entre México y su vecino del norte sería la mayor limitante a la soberanía mexicana. La venta forzada de La Mesilla (casi 18 mil km2) en 1854 reafirmó esta realidad. Cuando en 1865 el gran conflicto norte-sur en Estados Unidos concluyó, Francia tuvo una razón más para sacar a sus tropas de México a inicios de en 1867.
A mediados de los 1870 el ejército norteamericano trazó planes para la ocupación “temporal” de una franja al sur del Río Bravo para, supuestamente, acabar con el robo de ganado texano. Finalmente, esa ocupación no se efectuó, pero sí el cruce sistemático de fuerzas norteamericanas a territorio mexicano para perseguir abigeos.
La obra que la historiadora Berta Ulloa tituló La revolución intervenida (1971) es la relación de las acciones norteamericana entre 1910 y 1914 para controlar los efectos de la Revolución Mexicana en función del interés norteamericano y limitar las maniobras europeas en el rio revuelto mexicano. Friedrich Katz en La guerra secreta en México, (1982), exploró otra cara de la pugna en y por México entre Washington y Alemania durante la I Guerra Mundial. Víctor Kerber acaba de publicar Peligro amarillo (2022) donde aborda el mismo tema desde la perspectiva del choque de intereses de Japón y Estados Unidos en México.
La lista de trabajos y temas de las políticas de Washington por mantenerse como la influencia externa dominante en México puede ampliarse hasta llegar a las múltiples visitas de John Kerry a México para discutir nuestra reforma eléctrica. En suma: países con vecinos poderosos, como son México o Ucrania, deben construir y defender su soberanía, pero hasta donde su habilidad y capacidad de negociación lo permitan, teniendo conciencia que, en el contexto del juego duro de la política internacional, la soberanía de los vecinos débiles es siempre relativa.