Una de las principales aportaciones de Hans Kelsen a la teoría del derecho es la distinción entre dos tipos de validez de las normas: la material (o sustancial) y la formal (o procedimental).

La primera supone que los contenidos de una norma tienen que ser acordes y congruentes con los dictados de las normas superiores, en última instancia, la Constitución. Así, el que una norma contradiga los dictados de una norma jerárquicamente superior implica la invalidez jurídica de aquella. En ese sentido, por ejemplo, si la Constitución prohíbe la pena de muerte —como ocurre en México—, el Código Penal no puede establecerla como consecuencia de un delito. Si ello ocurre, la norma penal es inválida, desde un punto de vista material, porque contraviene lo que determina la primera.

La segunda implica que en la creación de cualquier norma tiene que seguirse un procedimiento específico establecido por el propio ordenamiento jurídico y que supone la autorización a una cierta autoridad (y no otra) para producir esa norma mediante una serie de pasos previamente determinados que debe cumplir puntualmente. Este proceso, que Kelsen denominaba “creación —o producción— normativa”, no puede obviarse ni alterarse so pena de que la norma sea inválida desde el punto de vista de su forma.

La consecuencia en ambos casos, ya sea que los contenidos de una norma contradigan lo establecido por las que son superiores, o bien que en su creación no se haya seguido el procedimiento correspondiente, es la misma: la invalidez de la norma, es decir, su inexistencia desde el punto de vista jurídico.

En todo ordenamiento jurídico las únicas autoridades competentes para determinar la invalidez material o formal de una norma son los jueces y, en última instancia, en el caso mexicano, la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Ese es el dilema sobre el que tendrá que pronunciarse en breve el máximo tribunal del país en relación con la reforma al Poder Judicial.

Hay quienes, con profunda ignorancia del derecho —incluidas algunas ministras de la SCJN—, sostienen que, al tratarse de un proceso de modificación constitucional, ni los jueces de amparo, ni la Suprema Corte, tienen competencia para conocer de la validez formal de la reforma. Se equivocan garrafalmente.

Es discutible si la SCJN pudiera revisar los contenidos de una reforma constitucional, dado que el parámetro para revisar su validez sustancial es precisamente el mismo ordenamiento jurídico que fue modificado. El dilema en este caso es ¿puede ser declarada inconstitucional una modificación a la misma Constitución? En varios países este problema se resuelve permitiendo que el tribunal constitucional se pronuncie ex ante sobre las iniciativas de enmienda al texto fundamental, de modo que no se pueda someter a validación legislativa (o en su caso a un referéndum constitucional) una modificación que altere los principios o valores fundamentales de la Constitución. En otros casos sí se pueden revisar los cambios constitucionales, aunque éstos hayan sido ya aprobados, porque lo que se salvaguarda son los principios fundantes de la misma Constitución (como la forma democrática del Estado). De cualquier manera, aquí la polémica y la discusión está abierta.

En donde sí no cabe duda es en la posibilidad de que los jueces (o la SCJN) revisen la validez formal de una enmienda constitucional, porque si lo que se violó fue el procedimiento de reforma, entonces los cambios constitucionales simple y sencillamente no existen jurídicamente porque son inválidos.

Sostener que las decisiones del mal llamado “poder constituyente permanente” (como lo definió erróneamente Tena Ramírez) no son revisables es absurdo. En realidad, como enseña la teoría constitucional, el único poder constituyente es el originario (el que crea la Constitución en nombre del pueblo) pues todos los órganos que están involucrados en su revisión, según el artículo 135 de la norma fundamental, son poderes constituidos (las cámaras del Congreso de la Unión y los congresos estatales) y, por lo tanto, sus actuaciones no pueden estar por encima de la Constitución misma y estar exentas de revisión en cuanto a su constitucionalidad. Pretender lo contrario, significaría aceptar que hay instancias discrecionales, arbitrarias y omnipotentes, lo que va en contra de toda la lógica del estado de derecho.

Investigador del IIJ-UNAM

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