Todo régimen autoritario tiene una imperiosa necesidad de reescribir la historia. Está en su naturaleza. La pretensión de control y de dominio que los define los lleva siempre a tratar de redefinir el pasado a su conveniencia y beneficio como una manera de justificar su existencia y legitimarse como parte de un devenir histórico glorioso y enaltecido.

George Orwell comprendió muy bien ese fenómeno y lo expuso y satirizó en su 1984 (novela importantísima para comprender, por cierto, a los totalitarismos del siglo XX como a las tendencias autoritarias de nuestros días). En el régimen del Gran Hermano, el control de la memoria tiene un papel fundamental, para ello una de las encomiendas que tenía el Ministerio de la Verdad, responsable de las noticias, los espectáculos, la educación y las bellas artes, era vigilar de manera estricta y meticulosa que la versión de la historia que imponía el Partido (por supuesto sólo existía un solo partido) se reprodujera puntual, reiterada y sistemáticamente en todo momento, en todo escrito, documento, noticiero y conversación. La razón era sencilla, escribía Orwell: “Quien controla el pasado —decía la consigna del Partido— controla el futuro. Quien controla el presente controla el pasado”.

La historia de una sociedad está compuesta por complejos procesos dialécticos, eventos fortuitos, fenómenos sujetos a múltiples interpretaciones, constituye una evolución que nunca o casi nunca es lineal y las circunstancias que la definen sólo pueden explicarse en el contexto y en la coyuntura particular en la que ocurrieron. La aspiración de todo gobierno autoritario es trascender y glorificarse, por eso inevitablemente, tienden a presentarse como los herederos de un pasado glorioso, como los que encarnan un hito en la vida de sus comunidades, como los responsables de cambios de época, como la encarnación de sus auténticos valores y anhelos de la sociedad y los responsables de la misión histórica de transformarla profundamente.

Para lograr lo anterior, la reescritura de la historia ajustándola a sus propios intereses y conveniencia es indispensable. Generalmente ello ocurre simplificándola y reduciéndola a una mera disputa existencial entre el bien (que, por supuesto, ellos encarnan) y el mal. Orwell lo expresaba en su novela con claridad cuando señalaba: “El enemigo de cada momento representaba siempre el mal absoluto, y de ahí se deducía que cualquier pacto pasado o futuro con él fuera inconcebible”.

Así, para Mussolini, Italia era la heredera directa del glorioso pasado imperial de la antigua Roma y declaró el asedio a la democracia, a los socialistas, al capitalismo como expresiones del mal y de las desgracias de su país. Para Hitler, la nación alemana estaba llamada a asegurar la preeminencia y supremacía aria como su destino histórico frente al comunismo, el pueblo judío y las decadentes democracias capitalistas occidentales. Para los regímenes comunistas ellos representaban la encarnación de la dictadura del proletariado para combatir la opresión que las clases dominantes, encarnadas en la burguesía capitalista, y dar pie a un presunto régimen de igualdad total. Todos ellos terminaron en catastróficos fracasos a pesar de haberse vendido como el culmen de sus historias nacionales.

La sedicente “4T” evidencia su naturaleza autoritaria cuando se compara y vende con las grandes epopeyas históricas de nuestra vida nacional (la Independencia, la Reforma y la Revolución) asumiéndose como una continuación de las mismas. Para ello se ha venido construyendo sistemáticamente un discurso en el que se asumen como reivindicadores de un pasado glorioso que viene desde el mundo prehispánico y que representa la salvación frente a los gobiernos del pasado reciente —del periodo neoliberal— todos ellos corruptos, perversos, amorales, discriminadores y abusivos.

Para ello, toda la narrativa oficial se ha volcado en buscar reescribir la historia a modo, distinguiendo entre buenos y malos, entre el bien, que gracias al morenismo ha triunfado, y el mal, encarnado por todos sus adversarios y predecesores.

Afortunadamente, la historia —necia como es— siempre termina evidenciando y poniendo en su lugar a los que pretenden reescribirla mostrándolos, al cabo, tal como lo que son: autoritarios puros y duros; aunque ello suela ocurrir a costa de ruinas, mucho dolor y sufrimiento.

Investigador IIJ-UNAM. @lorenzocordovav

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