Comienzo con una obviedad: el derecho constituye el conjunto de reglas que una sociedad se da para permitir la convivencia civilizada y pacífica. Sin derecho, la situación de anarquía que se viviría permitiría que todo individuo estuviera legitimado para comportarse como quisiera y eso tarde o temprano desataría una situación incontenible de violencia que, en el mejor de los casos, se resolvería con la imposición de la voluntad del más fuerte. La teoría clásica del contractualismo nos lo enseña con mucha claridad.
Así la convivencia pacífica depende de la existencia de una serie de reglas —idealmente convenidas, pactadas y no impuestas— y de la existencia de un poder común (o de un conjunto de poderes) que las hagan cumplir. Ahora bien, para evitar que ese poder abuse de su potencia en perjuicio de los demás, el mismo debe también estar sujeto a esas reglas, debe estar dividido y no concentrado y debe estar sometido a controles para garantizar que cumpla sus funciones adecuadamente y sin excesos. Esa es la lógica sobre la que se funda el constitucionalismo moderno que no es otra cosa sino la concreción histórica del ideal aristotélico de la prevalencia del gobierno de las leyes sobre el gobierno de los hombres.
Que todos, incluido el poder, estén sometidos a las leyes y por eso estén limitados en sus actuaciones para permitir que la convivencia social transcurra de manera pacífica, previsible y ordenada es la mayor conquista civilizatoria que, en términos políticos, ha inventado la humanidad.
Es claro que las leyes pueden ser transgredidas. Las reglas que prescriben el comportamiento social no son de cumplimiento indefectible como las leyes naturales (como ocurre con la ley de la gravitación universal, por ejemplo). Pero dicha transgresión debe tener consecuencias para el infractor, de otro modo, la impunidad frente a la falta se convierte en el mejor aliciente para la violación generalizada de la norma. Si no hay ningún costo en desobedecer las normas y ello redunda en un beneficio individual, se tienen todos los incentivos para dicho desacato.
Por eso es tan grave que en nuestro país la impunidad esté tan extendida. A la larga, obedecer las leyes no sólo resulta costoso, sino que para muchos llega a ser visto como un acto de estupidez.
Sin embargo, la cosa es mucho más delicada cuando el infractor de las normas es, de manera reiterada, el presidente de la República. En efecto, en un país presidencial como el nuestro, en donde no solo la figura del titular del Ejecutivo tiene un peso central en el diseño constitucional del Estado mexicano, sino que también es (y ha sido) una pieza clave del funcionamiento del sistema político y, además, encarna en el imaginario colectivo (caracterizado por eso que Octavio Paz definió como el lamentable —eso lo digo yo— “hilo de la dominación” que nos ha caracterizado a los mexicanos a lo largo de nuestra historia) la voluntad que lo puede todo, el presidente debería ser el ejemplo del respeto a la Constitución y la ley y no al revés.
El abierto y recurrente desdén por la legalidad y por las reglas establecidas por nuestro orden jurídico que el presidente López Obrador presume públicamente y que ha plasmado en la ominosa frase de “no me vengan con que la ley es la ley”, así como su cotidiano desafío a las decisiones que en ejercicio de sus funciones constitucionales toman los otros órganos del Estado (por supuesto los que no le están servilmente subordinados como ocurre las cámaras del Congreso, ambas controladas mayoritariamente por los legisladores de su partido que “no le mueven ni una coma” a lo que desde palacio se les instruye legislar), son una abierta invitación desde el vértice mismo de nuestro sistema político a no respetar la ley.
No voy, de ninguna manera, a establecer un vínculo causal entre, por ejemplo, la actitud de un troglodita criminal que, por habérsele requerido tomar su lugar en la fila para ser atendido en un restaurante, golpea a un adolescente hasta noquearlo y la conducta del titular del Ejecutivo. No, sin duda. Pero no puede negarse que, por decir lo menos, la regularidad y contumacia con la que el presidente viola la Constitución y la ley en materia electoral o desacata las medidas cautelares que el INE emite en su contra, son un muy mal ejemplo que invita, se quiera o no, a violar las normas… total, aquí no pasa nada y el “listillo” siempre se sale con la suya.