El inicio del segundo mandato presidencial de Donald Trump constituye la principal fuente de incertidumbre política y económica a nivel global. Ello es así, no sólo por los tonos estridentes y exacerbados de su discurso y la disruptiva agenda con la que hizo campaña y ganó las elecciones. Contribuye también el hecho de que será el primer presidente de los Estados Unidos, desde hace más de medio siglo, que gobernará prácticamente sin contrapesos institucionales y políticos reales, con lo que la posibilidad de que efectivamente se lleven a cabo sus más descabellados proyectos y que se concreten muchas de las amenazas que ha proferido, es altísima. Se trata, prácticamente, de certezas con las que vamos a tener que lidiar en el futuro inmediato.
En efecto, Trump no sólo llega fuerte del respaldo popular expresado en las urnas en favor de su agenda radical (un electorado al que se debe, que es la primera fuente de su respaldo y frente al que está obligado a cumplir sus promesas por absurdas e inconvenientes que sean), sino que además tiene el respaldo casi unánime del Partido Republicano que se ha plegado completamente a sus designios, cuenta con el apoyo de la mayoría de ambas cámaras y además tiene a una Suprema Corte mayoritariamente afín a sus planteamientos y posturas ideológicas.
Lo anterior es particularmente grave para nosotros pues, aunque ha habido otros países a los que Trump ha señalado en su larga estela de presuntos agravios sufridos o por las pretendidas nuevas necesidades geopolíticas y económicas norteamericanas, México sigue siendo el villano favorito y el responsable de muchos de los males que, en su visión, adolecen los Estados Unidos; particularmente por lo que hace a la migración ilegal, a la crisis del fentanilo y a la presunta competencia desleal en términos comerciales.
Mal haríamos en menospreciar las acciones con las que Trump nos ha amenazado. La historia reciente —empezando por la nuestra— nos enseña que a los autoritarios hay que creerles cuando nos anuncian lo que pretenden hacer, no son meras bravatas, sino anuncios de lo que viene. Así, el cierre de la frontera —aunque sea temporal—, las deportaciones masivas de migrantes, la imposición arbitraria de aranceles y la declaración de los cárteles mexicanos como organizaciones terroristas —con todas las implicaciones que ello tendría en términos de operaciones militares estadounidenses en su contra—, pueden ser acciones que se instrumenten desde los primeros días del segundo mandato del presidente Trump.
Frente a ello, el gobierno mexicano ha asumido una actitud errática en los últimos meses. Primero se subestimaron esas amenazas bajo la idea de que Trump no se atrevería a concretar esas acciones porque muchas de ellas son perjudiciales para su mismo país. Luego se afirmó que con diálogo y con información se le iba a convencer de lo equivocado de sus valoraciones y prejuicios. Ahora se ha pasado a los tonos patrióticos —rayando, en ocasiones, en lo patriotero— y a la invocación de la unidad nacional para enfrentar el riesgo que viene de fuera.
No deja de ser paradójico, o por lo menos llama la atención, que un gobierno que se ha distinguido por dividir a la sociedad, por señalar, acusar, hostigar y muchas veces hasta calumniar a sus opositores y a sus críticos, hoy haga llamados a la unidad para plantarse frente a la amenaza externa. El morenismo, que ha hecho de la descalificación y de la política del amigo-enemigo su principal elemento de identidad, que continúa imponiendo arbitrariamente su voluntad sin escuchar razones ni argumentos y que ha convertido al “agandalle” en el modo de hacer política, hoy invoca la necesidad de la comunión de todas y todos para hacer frente al desafío histórico que se nos viene encima.
Por desgracia, ese diagnóstico no es equivocado, las decisiones que muy probablemente tomará el gobierno de Trump desde los próximos días, requerirán que las y los mexicanos hagamos un frente común para encararlas. Lamentablemente la unidad nacional se construye, no se decreta y si algo ha hecho el oficialismo en estos años ha sido ahondar las divisiones, estigmatizar el disenso y lucrar políticamente con ello. Es tiempo de caminar en sentido contrario a lo que se ha venido haciendo. Ojalá lo entiendan, pero eso, me temo, eso es pedirle peras al olmo.
Investigador del IIJ-UNAM