La intolerancia es el antivalor democrático por excelencia y uno de los fundamentos éticos y metodológicos con los que se justifica toda forma de violencia. Cuando la intolerancia se instala en la base de las relaciones sociales resulta sencillamente imposible que pueda darse una convivencia pacífica entre individuos que piensan distinto.
En un ambiente permeado por la intolerancia (de cualquier tipo: religiosa, racial, política, ideológica, social o de clase, de género o física) las diferencias tarde o temprano se convierten en cuestiones existenciales y entonces la discriminación, sometimiento, segregación o incluso la eliminación de quienes opinan o son asumidos como distintos, termina por volverse indispensable para la autoafirmación de los propios puntos de vista, creencias o identidad.
Las identidades son algo natural y hasta indispensable como elemento de cohesión social y política. Así, por ejemplo, el Estado moderno nació y se distinguió de las formas de organización política previas, entre otras cosas, porque se fundó en un elemento de identidad nacional a partir de la coincidencia en ciertos valores, principios e historia comunes que a la vez constituyen elementos de diferenciación frente a otros agrupamientos políticos y sociales. Del mismo modo, todos los países que se independizaron en los siglos XVIII y XIX, nacieron diferenciándose y oponiéndose a sus colonizadores. El problema no reside ahí, pues es explicable que ciertas bases identitarias sean un fenómeno que explica en última instancia, aunque no agota, los fundamentos de toda cohesión social; sino cuando esa identidad es la base para negar o refutar (y de ahí combatir) otras identidades.
Inevitablemente, todo signo de identidad implica también una diferenciación frente a otros. En ese sentido, pertenecer a un determinado colectivo supone compartir ciertos elementos comunes con otras personas que nos permiten establecer nexos de confianza, cercanía, eventualmente afecto, solidaridad, etcétera, a partir de esas coincidencias (precisamente los elementos de la identidad); pero el saber que existen otros grupos de personas que tienen coincidencias entre ellos distintas a las nuestras, también es un elemento de cohesión identitaria por diferencia. De este modo, la existencia de otros nos permite también reafirmar la existencia de nosotros.
El problema no reside ahí, sino en el peso y gravedad que le demos a las diferencias que median con los otros y, sobre todo, la actitud (precisamente de tolerancia o intolerancia) que asumamos frente a ellos. Una postura de tolerancia no supone negar las diferencias que tenemos con otros y, al revés, la coincidencia con quienes nos identificamos, sino que esas diferencias son aceptables como parte de la natural pluralidad que caracteriza a todo colectivo humanos. Tolerar significa respetar al “extraño” y aceptar que es legítimo pensar (o ser) distinto. Ello no supone renunciar o claudicar a los propios valores e ideas, ni siquiera dejar de sostenerlos y defenderlos frente a nuestros detractores; significa renunciar a la pretensión de que el nuestro sea asumido como el único pensamiento válido.
Por el contrario, la intolerancia implica inevitablemente asumir una postura autoritaria: negarles valor y validez a las posturas distintas y asumir a las propias como las únicas que tienen derecho a existir. La intolerancia, en ese sentido, invariablemente desemboca en actos de violencia, verbal y (tarde o temprano) física contra el “otro”.
Y, sobra decirlo, la intolerancia propia lo único que provoca es la recíproca reacción intolerante del otro. Por eso, para evitar entrar en una escalada imparable de la intolerancia-violencia las democracias proscriben y sancionan toda forma de intolerancia. En ese sentido se pronunciaba Karl Popper al plantear su conocida paradoja en el sentido de que, si se tolera de manera ilimitada a los intolerantes, tarde o temprano, éstos terminarán destruyendo a los tolerantes y, con ellos, a la tolerancia.
El ejemplo más actual de esa ineludible vinculación entre intolerancia y la violencia es el dramático e inaceptable estado de cosas en Medio Oriente. Como lo escribió José Woldenberg en estas páginas: “los extremos se tocan y retroalimentan recíprocamente, las ansias de venganza creciendo, y la justificación de uno son los excesos del otro y viceversa”. Una auténtica espiral de intolerancia.