La procuración de justicia es una de las funciones públicas más delicadas, pues es la clara expresión del monopolio legítimo de la fuerza que, según Max Weber, define al Estado.
Dicha función implica la potestad de investigar y, en su caso, acusar y perseguir a los individuos que presuntamente han cometido un delito. Es decir, implica la posibilidad de desplegar todo el aparato del Estado para indagar y eventualmente imputarle a una persona una responsabilidad penal.
Con el nacimiento de los Estados constitucionales, tanto la procuración como la impartición de justicia se independizaron del ejercicio del gobierno (antes, durante el absolutismo, ambas eran funciones que se ejercían bajo la potestad del rey) y pasaron a formar ramas con una creciente autonomía respecto de las instancias políticas. El propósito fue claro: evitar que la persecución de los delitos, que debería ser una función eminentemente técnica, fuera utilizada políticamente para perseguir a opositores o críticos del gobierno en turno.
En México, eso no ha ocurrido a lo largo de su historia. La procuración de justicia nunca ha sido realmente independiente de la política y siempre ha estado subordinada a los intereses del gobierno. En un primer momento, esa subordinación era incluso orgánica, pues, desde 1917, el mismo diseño constitucional establecía que el titular de la Procuraduría General de la República era designado y removido libremente por el presidente y, además —entre otras funciones—, fungía incluso como consejero jurídico del gobierno federal, estableciendo así una dependencia directa con el Poder Ejecutivo.
En 1994, las funciones de consejería jurídica del gobierno se transfirieron a una oficina específica de la Presidencia y se estableció que el nombramiento del procurador por parte del titular del Ejecutivo debía contar con la ratificación del Senado, sin embargo, el hecho de que el presidente podía removerlo libremente implicaba que la dependencia política respecto del gobierno seguía estando vigente.
Entre muchos otros casos que pueden mencionarse, la prueba más palpable de cómo la persecución de los delitos siguió criterios políticos fue el desafuero de López Obrador en 2005.
En realidad, el proceso de democratización en el país nunca alcanzó la procuración de justicia. Ni siquiera cuando, en 2014, la PGR fue sustituida por una Fiscalía General de la República concebida constitucionalmente como un órgano autónomo del gobierno.
Entonces se estableció un nuevo método de designación de su titular, según el cual el Senado debe entregar al Ejecutivo un listado de diez candidatos, de entre ellos, la Presidencia debe formular una terna que le será devuelta al Senado para que este designe con una votación de dos terceras partes al titular de la Fiscalía, todo lo anterior dentro de una serie de plazos claramente establecidos por el artículo 102 de la Constitución. En teoría, se pretendía que la autonomía constitucional, el proceso de cribas sucesivas y cruzadas entre el Senado y la Presidencia de la República, así como la mayoría calificada requerida para su designación, generaran una independencia real del órgano encargado de procurar justicia respecto de los intereses políticos del gobierno.
Sin embargo, ello no ocurrió. La designación en 2018 de Alejandro Gertz Manero como el primer fiscal general no trajo la tan necesaria autonomía. A ello contribuyó tanto el mal diseño constitucional (pues se sigue previendo que la Presidencia pueda remover por causas graves al Fiscal, si bien con el aval de la mayoría de los miembros del Senado sin recurrir a un juicio político) como la conducta obsequiosa que Gertz mantuvo durante su gestión con el gobierno.
Numerosos ejemplos documentan el uso político de la procuración de justicia en los años recientes. Entre ellos: el caso de los científicos que fueron injustamente judicializados, las carpetas de investigación abiertas contra consejeros electorales, la impunidad que desde la FGR se le garantizó a los altos funcionarios del morenismo acusados de corrupción y, finalmente, la escandalosa maniobra para hacer renunciar al fiscal (cuando este se volvió incómodo para el régimen) operada por la Presidencia y la mayoría oficialista en el Senado y su sustitución por Ernestina Godoy, quien era, ni más ni menos, la consejera jurídica del Ejecutivo Federal. ¿Así, o más claro?
Investigador del IIJ-UNAM. @lorenzocordovav

