El padrón electoral es el instrumento comicial más importante. Sus funciones son múltiples. Del listado de electores depende el efectivo ejercicio de nuestros derechos políticos: estar inscrito en el padrón es condición para poder votar, ser votado y poder afiliarnos a algún partido o agrupación política. El padrón es asimismo un instrumento del que depende la integridad democrática de una elección pues garantiza que quienes voten sean efectivamente quienes tienen derecho a hacerlo (impidiendo la suplantación de votantes), que nadie pueda sufragar más de una vez (dado que no hay más que un registro por cada elector), que las y los ciudadanos puedan votar por los candidatos que les corresponden y no por otros, sirve para establecer con precisión cuántas firmas se requieren para ser candidato independiente o para formar un partido político y también para poder determinar cuántos sufragios se requieren para que una Consulta Popular o una Revocación de Mandato sean vinculantes, entre muchas otras cosas. Finalmente, el padrón es también la base de toda la operación electoral que despliega el INE: es indispensable para determinar cuántas casillas tendrán que instalarse, en dónde van a ubicarse y establecer cuántos y cuáles electores podrán votar en cada una de ellas. Por eso la confiabilidad del padrón es una condición para que podamos tener comicios libres y auténticos.
La construcción del sistema electoral que hoy tenemos comenzó hace 33 años precisamente confeccionando desde cero un nuevo padrón electoral. Esa fue la primera tarea encomendada al IFE en 1990 a partir de un censo total (visitando casa por casa todo el país). Además, apenas un par de años después se realizó una revisión y actualización de todos los registros cuando en 1993 se estableció que las nuevas credenciales para votar fueran sustituidas por una con la fotografía del elector.
El propósito entonces era claro: construir las bases de confianza que permitieran superar el trauma del fraude que en 1988 había enturbiado la elección y exorcizar fenómenos tales como el que hubiera fallecidos que presuntamente habían votado, que hubiera quienes al tener registros duplicados votaran varias veces, que los militantes de la oposición fueran “rasurados” del padrón, que los opositores frecuentemente no estuvieran habilitados para votar en su casilla sino que habían sido registrados en otra de la que nadie tenía conocimiento, entre muchas otras marrullerías electorales.
Nuestro padrón poco a poco fue mejorándose en cobertura (el número de ciudadanos efectivamente inscritos) y en actualización (que los datos registrados correspondan con la intensa movilidad demográfica de la población). El resultado es que hoy contamos con uno de los mejores listados de electores del mundo. Según la verificación nacional muestral de 2023 su cobertura ronda el 99% y su actualización el 84% (aunque las cifras demuestran que casi la mitad de quienes no han actualizado su domicilio se han mudado dentro del mismo municipio o Estado y por lo tanto están cerca de donde les corresponderá votar).
El padrón es hoy la base de datos personales más grande, confiable y segura del país y el sustento de la que es, para todo efecto, la principal garantía de nuestra identidad: la credencial para votar.
Por eso, el INE siempre defendió que la responsabilidad de construir y actualizar ese registro no se transfiera a los gobiernos, como se ha pretendido, con el pretexto de concretar la cédula de identidad, durante las últimas tres presidencias (las de Calderón, Peña Nieto y López Obrador, aunque éste último ha sido el único que formalizó a través de la Segob, en enero de 2020, la petición para que el INE les entregara los datos biométricos de las y los ciudadanos, cosa a la que el Instituto se negó oportuna y rotundamente). La razón es sencilla: cuando el registro de los ciudadanos dependa del gobierno, se abrirá nuevamente la puerta para la manipulación política y electoral de esos datos.
Por eso es riesgosa la iniciativa de reforma a la Ley General de Población que promueve Morena y que pretende construir un registro nacional de personas con datos biométricos que serviría de base para definir en el futuro el listado de electores (a menos que se pretenda la tontería de que existan dos bases de datos simultáneas, con el costo que eso supondría). El tema es sumamente delicado.