Una de las funciones básicas y primigenias del Estado moderno es la de darle seguridad a sus gobernados en su persona, en sus relaciones y en sus posesiones.

Thomas Hobbes, uno de los grandes teóricos políticos de la modernidad sostenía que la ausencia de un poder común era la razón fundamental de que las personas vivieran en un estado de naturaleza caracterizado por la existencia de una violencia incontenida en la que cada individuo, luchando por su propia supervivencia y, por ello, actuando como “el lobo del hombre” (homo homini lupus, decía), desencadenaba una guerra de todos contra todos en la que nadie estaba a salvo y en la que el peligro de morir en esa situación de inseguridad generalizada era prácticamente una certeza.

La única manera para salir de esa situación —sostenía Hobes— era constituir, a través de un acuerdo generalizado y unánime (el contrato social), un poder común (el soberano) al que todos los individuos se sometieran renunciando en su favor al derecho de actuar libremente y que, mediante la fuerza, pusiera orden y les garantizara a todos condiciones de paz y de seguridad. Ese era el propósito básico con el que nacía, pues, el Estado.

Con John Locke y el surgimiento del constitucionalismo moderno, el Estado perdió su capacidad ilimitada de ejercicio de la fuerza, bajo la premisa de que el poder público (y, al final, cualquier poder de hecho) debe estar limitado, regulado y controlado para evitar su abuso, pero sin dejar de cumplir la función esencial de establecer las reglas de la convivencia social y la vigilancia de su cumplimiento que podía ser impuesto, en caso de ser necesario, con la fuerza. Es decir, aunque con restricciones en el uso de la coacción, la función básica del Estado constitucional es la de construir un contexto de orden social basado en reglas que permita la convivencia pacífica, así como la sanción de las transgresiones a la ley.

En ese sentido, un Estado que vive una crisis de seguridad derivada de la presencia y expansión del crimen organizado en gran parte de su territorio, como ocurre de manera notoria desde hace casi veinte años en México (solo un necio —y por lo visto hay muchos, sobre todo en los gobiernos emanados del morenismo— negaría que ese es uno de los principales problemas generalizados a nivel nacional), está incumpliendo, se quiera o no, una de sus funciones esenciales.

Los factores que están detrás del origen, subsistencia y proliferación de la criminalidad organizada son siempre múltiples y complejos, trascendiendo la mera dimensión criminal del fenómeno. Recuerdo que Leoluca Orlando solía decir, siendo alcalde de Palermo en los años 90, que el Estado italiano había comenzado a tener éxito en el combate al fenómeno mafioso cuando había entendido y asumido que éste no era solo una cuestión delincuencial, sino que, también, tenía implicaciones y causas sobre todo económicas (se trata de negocios, ilegales, pero negocios al fin y al cabo), además de políticas, sociales, culturales y hasta religiosas y, en consecuencia, había instrumentado una estrategia que atendiera de manera simultánea y coordinada todos esas dimensiones.

En ese sentido, el fracaso de combate al fenómeno criminal en México sólo puede explicarse por la insensata manera con la que se ha entendido y enfrentado el mismo y por las políticas públicas que, consecuentemente, se instrumentaron.

Así, por un lado, la postura de enfrentar al crimen organizado militarizando su combate, como ocurrió durante los sexenios de Calderón y de Peña Nieto, asumiéndolo sólo en su lógica delincuencial y sin desplegar una estrategia integral y multifactorial que atacara todas las dimensiones que implica, es decir, sólo recurriendo a la fuerza bruta del Estado, resultó claramente fallida y provocó además una imparable espiral de violencia —como lo demuestra la creciente cifra de asesinatos y desapariciones de los últimos veinte años—.

Por otro lado, igual de ineficaz resultó la absurda (y hasta demencial) política de López Obrador de “abrazos y no balazos” para resolver el problema, provocando como única consecuencia de esa claudicación por parte del Estado de su rol esencial de proveer seguridad que el crimen se diversificara sus negocios ilícitos, se fortaleciera y expandiera su control sobre el territorio.

Mientras no entendamos lo anterior, no lograremos salir de nuestro entuerto.

Investigador del IIJ-UNAM. @lorenzocordovav

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