Con solidaridad para Latinus, Carlos Loret y Brozo
Un régimen democrático no solamente supone el derecho de las mayorías de tomar las decisiones colectivas y la existencia de un sistema electoral que le permita a la ciudadanía definir periódicamente quiénes ocupan los cargos de gobierno y de representación política. Las democracias constitucionales —la forma moderna que ha asumido ese sistema político— implican también la existencia de una serie de controles y contrapesos formales para prevenir el abuso del poder y de ese modo garantizar los derechos y las libertades fundamentales de las personas. En donde esos controles no se establecen, un régimen político simple y sencillamente no es una democracia; y cuando, existiendo originalmente, dichos controles se diluyen o desaparecen, las democracias se desnaturalizan y degeneran en formas despóticas de ejercicio del poder.
De este modo, la existencia de una democracia no se agota que los gobernantes sean electos sino que también requiere que haya mecanismos formales de limitación y control del ejercicio del poder.
Entre esos mecanismos se encuentran la división de poderes y, con ello, la existencia de un Poder Judicial independiente de los poderes políticos (el Legislativo y el Ejecutivo), la posibilidad de que todos los partidos políticos tengan presencia en el Congreso —idealmente de manera proporcional a su peso electoral—, la existencia de elecciones libres y auténticas en donde existan condiciones equitativas de la competencia y garantías de respeto al voto libremente emitido, así como la existencia de una serie de órganos técnicos y autónomos del poder que garanticen ciertos derechos (como el derecho a la información, los derechos humanos, o el derecho a la libre competencia económica).
Por eso, resulta preocupante el Plan C pretendido por el oficialismo pues pretende minar esos mecanismos pensados como diques al poder político: por un lado, busca politizar al Poder Judicial al pretender la elección popular de todos los juzgadores y la creación de un nuevo órgano de disciplina judicial con miembros también electos (que actuarían como comisarios políticos que vigilarían que en sus sentencias los jueces no vulneren el sentir de la mayoría que los eligió).
Por otra parte, pretende eliminar las cuotas de representación proporcional en ambas cámaras del Congreso de la Unión y a las senadurías de primera minoría, con lo que se provocaría que prácticamente sólo el partido mayoritario estuviera representado (en efecto, si partimos de los resultados de la elección pasada y aplicamos lo que se pretende, Morena y sus aliados habiendo recibido el 57.4% de los votos para el Senado, contarían con 60 de los 64 senadores, es decir el 93.8% de los escaños; y en la Cámara de Diputados tendrían 256 de las 300 curules, es decir, el 85.33% del total de diputados, habiendo obtenido el 54.7% de los sufragios).
Además, se busca una reforma electoral que desaparecería al INE para sustituirlo por un órgano que organice todas las elecciones nacionales cuyos consejeros serían también electos con el voto popular, convirtiéndolos en representantes de los intereses de las mayorías y no en árbitros imparciales, como deben ser, disminuyendo también muchas de las atribuciones que hoy tiene la autoridad electoral.
Finalmente, se pretende la desaparición de una serie de órganos autónomos (el Inai, el IFT, la Cofece, el Coneval, y las comisiones de Hidrocarburos y Reguladora de Energía) para que sus funciones regresen a la órbita del gobierno, tal como ocurría en los tiempos del régimen autoritario que prevaleció buena parte del siglo pasado.
Es cierto que, además de los controles institucionales todo gobierno enfrenta otro tipo de contrapesos factuales, como las organizaciones empresariales o sindicales, las organizaciones de la sociedad civil nacionales e internacionales, las calificadoras, o las grandes inversoras o financieras globales, o incluso los mismos mercados financieros que, con sus reacciones, terminan por condicionar muchas de las decisiones políticas. Pero es un hecho que lo que define a un sistema democrático no son las condiciones económicas, sociales o internacionales que pueden servir de contrapeso al ejercicio del poder, sino si este tiene controles estructurales, formales e institucionales, que acoten su actuación. Esa es la sencilla diferencia entre los autoritarismos y las democracias.