Norberto Bobbio señaló que derecho y poder son “dos caras de una misma moneda” y que la definición de cuál de esos conceptos es el “anverso” o el “reverso” de la misma, es decir, cuál de los dos prevalece sobre el otro, depende del modo con el que se asume el fenómeno del dominio político (es decir, de la capacidad de tomar las decisiones colectivas) que encarna el Estado.

Así, desde la primera perspectiva, el poder prevalece sobre el derecho y éste último es visto meramente como la “forma jurídica” que adoptan las decisiones tomadas por quien detenta el poder. En ese sentido, el Estado es concebido como un sistema de poderes ordenados jerárquicamente entre sí en donde el derecho no es más que la mera expresión de la voluntad expresada por esos poderes.

Por el contrario, la postura opuesta considera que el derecho prevalece sobre el poder y, por ello, que éste último sólo puede actuar cuando ha sido establecido por el derecho y facultado por este para ejercer ciertas funciones determinadas. El derecho es considerado, de este modo, como la fuente que da origen al poder y que lo regula limitando y modulando su ejercicio. Así, el Estado es asumido como un ordenamiento de normas que autorizan la actuación de los poderes públicos y en donde éstos están sometidos al (y por el) derecho.

El planteamiento de Bobbio es una de las últimas versiones del antiguo dilema de la Ciencia Política, planteado originalmente por Aristóteles, que contrapone el “gobierno de los hombres” (que supone el imperio y prevalencia la voluntad de los gobernantes sobre la ley) frente al “gobierno de las leyes” (que implica la sujeción y subordinación de quien gobierna a los mandatos que las normas establecen).

La democracia constitucional, la forma de gobierno que se construyó en la modernidad para contraponerse al poder absoluto, es la versión más acabada de la preeminencia del derecho sobre el poder. En aquella se conjugan, por un lado, la forma de gobierno democrática, que supone no sólo que los gobernantes sean elegidos democráticamente a través de elecciones populares libres y auténticas, sino también que ninguno de los grupos políticamente relevantes en una sociedad sean excluidos del proceso de decisión colectiva (es decir, todos intervienen y son tomados en cuenta) y, por otro lado, el estado constitucional de derecho, que implica que ningún poder, ni siquiera el de las mayorías democráticamente electas, esté por encima de las normas y, en primer lugar, de la Constitución.

Lo que actualmente está pasando en México es el aniquilamiento de nuestra tan trabajosamente construida (y, sin duda, endeble y deficitaria) democracia constitucional, expresado por el hecho de que la voluntad de la mayoría gobernante se impone sin recato por encima de la ley o, en el mejor de los casos, ésta se modifica al antojo y contentillo del poder político.

Con desplantes de soberbia propios de los autoritarios, el morenismo ha convertido a la Constitución en una norma de plastilina moldeable a su antojo. Nunca en la historia nuestra norma fundamental se había cambiado de manera tan radical, precipitada y desaseada, como lo ha venido haciendo la ultramayoría oficialista (ilegal e indebidamente constituida) en los últimos dos meses, para ajustarla a su voluntad omnímoda.

La lógica y actuación de la mayoría ha sido clara: si el Poder Judicial ha venido sirviendo de contrapeso y ha estorbado la prevalencia de las decisiones arbitrarias del gobierno —porque para eso está—, modifican la Constitución para desmantelarlo y erigir uno nuevo a modo. Si la Suprema Corte decide revisar las modificaciones constitucionales que hizo el oficialismo porque alteran los principios republicanos y democráticos fundamentales sobre los que se funda el diseño del Estado, cambian la Constitución para que nadie pueda revisar lo que la mayoría decida. Si algunos consejeros del INE anuncian que ha decidido impugnar la reforma legal que le da atribuciones indebidas a la condescendiente y servil Presidencia del Instituto, se plantea reformar la Constitución para ajustarla a la norma inconstitucional.

Cuando el derecho y la Constitución se vuelven meros instrumentos al servicio del poder, como lo ha hecho el morenismo, se acabó la convivencia democrática y se abren de par en par las puertas para la discrecionalidad y la arbitrariedad, es decir, para el despotismo.

Investigador del IIJ-UNAM

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