El martes pasado Claudia Sheinbaum asumió el cargo de presidenta de la República. Se trató, per se, de un hecho histórico al ser la primera mujer en ocupar el Poder Ejecutivo federal. Pero más allá de ese hecho sin precedentes, todo lo que ocurrió el primer día del segundo gobierno morenista fue absolutamente predecible.
Si alguien albergó la ilusión de que como gobernante Sheinbaum marcara algún tipo de distancia respecto de su antecesor, o evidenciara una identidad política propia, el día de su investidura se disiparon todas las dudas. Es una abierta y total continuadora del “legado obradorista”.
Tanto en el discurso, las palabras, las frases hechas, los estribillos, como en la visión del mundo, de la historia, del país, el diagnóstico de los problemas nacionales y el modo de enfrentarlos, el entendimiento de la política, el rol del Estado, la concepción de la democracia y hasta en los prejuicios, lo que escuchamos fue una calca al carbón de lo dicho en los años de gobierno de López Obrador.
Es cierto que Sheinbaum imprimió algunos énfasis propios (poquísimos la verdad) a sus primeras intervenciones públicas como Jefa de Estado y de Gobierno, como la relevancia simbólica de la llegada de una mujer a la Presidencia (que es una cosa bien distinta a abanderar una agenda feminista, cosa que hasta ahora ha estado irradiada del discurso oficial morenista), el tímido coqueteo con la importancia de las energías renovables, o la importancia del desarrollo tecnológico y de la digitalización para el futuro del país (en contraste con la “economía del trapiche” casi santificada por López Obrador). Pero la verdad es que se trata de rasgos propios esporádicos y marginales frente a la convencida —y anunciada— mimetización con el diagnóstico, la agenda y la narrativa del obradorismo del que es su orgullosa, fiel y convencida seguidora.
En realidad, no hubo sorpresa alguna, los tonos y los contenidos de las intervenciones en su toma de posesión y en el acto en el Zócalo capitalino son idénticos a lo que había venido sosteniendo reiterada e insistentemente a lo largo de los últimos cuatro meses, desde su contundente triunfo en las urnas. Y la verdad no había por qué esperar lo contrario. Quienes tenían alguna esperanza de que Sheinbaum fuera diferente una vez que asumiera el cargo, simple y sencillamente o no escucharon lo que decía la presidenta electa, o no le creyeron —o bien, albergando alguna falsa esperanza, no quisieron escucharla ni creerle—.
Hay quien ha señalado —tal vez imaginando lo peor— que, al menos, las intervenciones públicas de Sheinbaum al inicio de su mandato no estuvieron cargadas de invectivas ni de la rijosidad a la que nos acostumbró López Obrador. Incluso que cuidó ciertas formas, como cuando saludó cordialmente a la ministra Norma Piña en el acto de investidura. En efecto, la presidenta demostró que es una persona educada y saludó a la funcionaria que tenía al lado; podía no haberlo hecho en un desplante de soberbia o grosería. Pero no olvidemos que unos minutos después, al justificar la reforma judicial, de la que es y ha sido una convencida y airada promotora —a sus dichos me remito—, frente a la presidenta de la SCJN dijo, sin matices ni medias tintas, que el Poder Judicial era corrupto y por eso había que transformarlo.
Por otro lado, aunque es cierto que no señaló, descalificó ni atacó, como su antecesor, a los “enemigos del pueblo”, tampoco hizo referencia alguna al pluralismo, a la oposición, a la diversidad de opiniones ni a la necesidad de construir consensos. Son temas que simple y sencillamente estuvieron ausentes.
Me temo que la falta de descalificaciones, más que un nuevo modo de hacer política es el reflejo de la autoritaria concepción de la Nación mexicana como algo monolítico, único y uniforme que ha caracterizado al morenismo. El país del que habló es el de la homogeneidad, no el de la diversidad que en ello encuentra, precisamente, su riqueza y fortaleza. Quiero equivocarme, pero no creo que haya sido un acto de cortesía, una manera de abrir la puerta a la reconciliación, sino el resultado del modo en que la sedicente “cuarta transformación” entiende al país; el reflejo de la nueva hegemonía en donde sólo una visión —la de ellos— tiene cabida, lo demás no existe o, en el mejor de los casos, es prescindible, algo de una irrelevancia tal que no merece mención ni atención.
Investigador del IIJ-UNAM