Uno de los elementos fundamentales de toda democracia es el de certeza. Sin claridad en las reglas y en las consecuencias que tendrán los resultados emanados de las urnas el juego electoral resulta inservible para que la disputa por el poder político o el proceso de decisión colectiva se den de manera pacífica como suponen los sistemas democráticos.
El objetivo principal de las llamadas “reglas del juego” es fijar los procedimientos, las condiciones, los límites y las prohibiciones a las que todos los miembros de una sociedad tienen que sujetarse en el ámbito político, de modo que todos tengan claridad de cómo tienen que conducirse. La idea es que esas reglas, idealmente pactadas y aceptadas por todos, sean conocidas y por lo tanto sirvan para normar sus conductas. De otro modo, se abriría la puerta para que el desorden, la ley del más fuerte y, tarde o temprano, la violencia, terminaran instalándose como los ejes rectores de la convivencia social y política.
De que esas reglas existan y sean cumplidas, se desprende que todos los miembros de una comunidad puedan tener claridad respecto a qué esperar del comportamiento tanto de las autoridades como de los actores políticos y eso le inyecta seguridad jurídica y legitimidad a todo el sistema. Al contrario, si nadie sabe cuáles son las reglas, o bien conociéndolas, no hay claridad de que los actores políticos las cumplan y de que las autoridades las harán cumplir, entonces se instala el reino de la incertidumbre, de la discrecionalidad y de la arbitrariedad.
En México venimos de un régimen autoritario en donde la ley se aplicaba o modificaba a contentillo del poder. Ello ocurría de manera particular en el ámbito electoral en donde el partido gobernante fijaba las reglas (a través de su control absoluto de las cámaras del Congreso), las aplicaba y definía los resultados (a través del órgano electoral que dependía de la Secretaría de Gobernación). Era una época en la que las reglas estaban sujetas al antojo del poder y no eran útiles para inyectar certeza y credibilidad en las elecciones y sus resultados. Si acaso, la única certeza que existió en el país hasta finales de los años 80 era el saber a priori quién iba a ganar las elecciones: los candidatos del partido hegemónico. Es decir, ocurría justo lo contrario de lo que supone un sistema democrático.
Con el paso de una serie de reformas electorales que se pactaron a partir de los años 90 en México reinventamos nuestro sistema electoral y en las reglas comiciales se fijaron una serie de procedimientos, actuaciones a los que las autoridades electorales están obligadas, mecanismos de vigilancia partidista y ciudadana, controles jurisdiccionales a los actos de los órganos encargados de organizar las elecciones, e instrumentos de transparencia para dotar de certeza a las elecciones. Hoy hay certeza en torno a las reglas y el comportamiento a que deben sujetarse autoridades y jugadores; si acaso la única incertidumbre existente, como ocurre en toda democracia, es quién va a ganar la elección hasta en tanto no se conocen los resultados.
Por eso es grave que el momento de simulación sin precedentes que estamos viviendo: las fuerzas políticas hacen precampañas anticipadas aparentando que no son tales; la condescendencia de las autoridades electorales que avalan esos actos con algunas restricciones realmente absurdas —no mencionar las elecciones, ni la intención de ser candidatos, o evitar hacer llamados expresos al voto, entre otras—; o bien servidores públicos, como el presidente de la República, que cínica e impúdicamente violan casi cotidianamente las prohibiciones legales y las resoluciones de las autoridades electorales que los previenen de no repetir sus faltas.
Así, podemos adentrarnos al que sin duda será el proceso electoral más complicado de nuestra historia reciente sin tener claridad de si las reglas que nos hemos dado y que están vigentes (por buenas o malas que sean) van a ser respetadas y si ello tendrá alguna consecuencia. Es el peor de los mundos: el de la discrecionalidad, la arbitrariedad y la incertidumbre. Es tiempo de que el INE y el TEPJF le inyecten claridad y por ende certeza y hagan valer la ley, no de que ajusten sus mandatos a lo que los actores políticos decidan hacer, de otro modo, seguiremos avanzando a ciegas a un terreno muy peligroso.