Además de la soberbia, una las características que distingue a los autoritarios es su refractariedad a la crítica. El autoritario adora el poder (en particular el suyo) y no acepta ni puede aceptar que alguien lo mancille señalando los errores y las equivocaciones que comete o, simplemente, criticándolo.

Es algo que está en su más profunda esencia. Ser tolerante con la crítica implica reconocer que existen opiniones distintas que no sólo tienen el derecho de ser expresadas (y que, por lo tanto, en principio son legítimas), sino que, incluso, pueden ser ciertas, válidas o tener razón si están debidamente sustentadas y justificadas. En otras palabras, aceptar la posibilidad de que el poder pueda ser contestado o estar sujeto al escrutinio abre la puerta a la eventualidad de que se demuestren los errores o las equivocaciones que éste puede cometer o bien a que se evidencien las falacias o las mentiras de sus dichos. Por eso autoritarios repudian la crítica, desautorizan a sus detractores y son profundamente intolerantes con quien piensa de manera diferente a ellos.

Por principio, los autoritarios gustan de imponer su punto de vista como el único legítimo y válido. Sus planteamientos se pretenden que sean asumidos como la verdad, como algo incuestionable e irrefutable, que no puede ser cuestionado o debatido, porque la posibilidad de que quien gobierna pueda equivocarse o cometer errores resulta algo inaceptable.

Los autoritarios están convencidos de la santidad de su poder y de la superioridad que tienen sus decisiones. Por eso no discuten. Por principio prefieren descalificar, deslegitimar y negarles autoridad a los dichos de sus adversarios antes que entrar en una interlocución que implique interactuar y argumentar con aquellos.

Una actitud democrática implica, por el contrario, aceptar no sólo la posibilidad de que existan diversos puntos de vista sino además reconocer la legitimidad que tienen cada uno de ellos para ser expresados y defendidos públicamente, se esté o no de acuerdo con los mismos.

En ese sentido, los gobiernos morenistas han tenido y siguen manteniendo una actitud profundamente autoritaria. Y eso no ha cambiado un ápice del gobierno de López Obrador al de Claudia Sheinbaum que hasta en eso se ha mimetizado con su antecesor.

El último botón de muestra es el desprecio y las descalificaciones que la presidenta Sheinbaum ha manifestado frente a la indignación y a las críticas que ha suscitado el descubrimiento de un campo de entrenamiento del crimen organizado en Teuchitlán que, habiendo sido asegurado por la Guardia Nacional y la Fiscalía de Jalisco, siguió operando hasta hace apenas unos días cuando la actuación de un grupo de madres buscadoras lo colocó en el mapa informativo nacional.

Con independencia de que el “Rancho Izaguirre” haya sido o no un “campo de exterminio” del cártel que asola ese Estado, como se manejó noticiosamente en un principio, el sólo hecho de que ahí se hubieran ocultado restos humanos y que haya sido utilizado para adiestrar a cientos de jóvenes simultáneamente en actividades criminales —como lo han sostenido las crónicas de varios testigos de los hechos— es un hecho indignante que justifica la crítica más severa al Estado (con independencia de la responsabilidad específica de los distintos órdenes de gobierno) y las fracasadas políticas de seguridad que se han instrumentado.

En vez de reconocer la gravedad del hecho y la existencia de ese espacio operado por el crimen organizado (un fenómeno cuyo combate y persecución penal le corresponde a las autoridades federales) durante los gobiernos morenistas, mientras prevalecía la fallida estrategia de “abrazos no balazos”, la presidenta Sheinbaum, ofendida, se dedicó a descalificar los reportes periodísticos, las críticas de la oposición y hasta los dichos de los grupos de búsqueda de personas, considerándolos como una campaña en contra de su gobierno a la que calificó de “oportunista, hipócrita, carroñera”.

Es cierto que Sheinbaum se vio obligada por las circunstancias a presentar un nuevo plan para atender el problema de los desaparecidos que, incluso con el maquillaje al que el morenismo sometió las cifras oficiales, rebasa los 110 mil casos. Habrá que ver si sirve de algo. Lo que si quedará para la historia es el preocupante modo autoritario con el que la presidenta se conduce.

Investigador del IIJ-UNAM

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