A menos de que se cumpla el primer mes del nuevo gobierno, ya hemos visto la verdadera faceta autoritaria de la presidenta Sheinbaum y, tras de ella, del morenismo entero. Autoasumidos como jueces de sus propias decisiones y arrogándose atribuciones que ni la Constitución ni su triunfo en las urnas les dan, han venido haciendo añicos lo que queda de nuestro maltrecho estado de derecho.
Uno de los principios básicos en los que se funda toda democracia constitucional es que los poderes políticos del Estado, el Legislativo y el Ejecutivo que tienen tal característica porque son los responsables de tomar, dentro de los límites que les impone la Constitución, las decisiones políticas (y, precisamente por esa razón, derivan de elección popular), no pueden ser también los intérpretes últimos de la ley ni los responsables de decidir cuáles de sus acciones son legales o no. Si ello fuera así, estaríamos ante el absurdo —o el abuso— de que el autor de una decisión es también el juez que determina si la misma es correcta o no. Eso sólo ocurre en los sistemas autoritarios en donde el poder político no está sujeto a control alguno, es decir, es discrecional, arbitrario e ilimitado.
Por esa razón, en las democracias constitucionales quien revisa los actos de los poderes políticos no puede ser otro del mismo tipo, sino uno que sea imparcial (políticamente hablando) y que por eso verifique, con criterios técnicos, que aquellos se apeguen a lo que el derecho, y en última instancia la Constitución, establecen como límites a sus decisiones. Ese órgano técnico no es otro que el Poder Judicial. Por eso, éste es, en la teoría moderna de la división de poderes, una instancia de supervisión y de control del Legislativo y del Ejecutivo para evitar que éstos abusen de su potestad de decidir.
Pretender, como lo hace el oficialismo, que hay actos que los poderes constituidos (eso son las Cámaras del Congreso de la Unión, los Congresos de los Estados y el Poder Ejecutivo Federal) tienen algunas facultades que escapan al control del Poder Judicial, es tanto como sostener que hay poderes absolutos y, por ello, incontrolables; lo que es contrario a la esencia misma del estado de derecho: que todo poder esté sujeto a las leyes. Esa es la razón por la que la teoría jurídica moderna señala que en una democracia constitucional el Poder Judicial (y en última instancia el Tribunal Constitucional que, en nuestro caso, es la SCJN) es el guardián del principio de legalidad.
Por eso es grave que tanto la presidenta como las mayorías legislativas hayan decidido “por sus pistolas” desacatar las decenas de suspensiones que varios jueces de distrito han emitido, en el último mes y medio, en contra de la aprobación y publicación de la reforma judicial. Si tuvieran un mínimo de recato democrático habrían debido atender esas órdenes judiciales y, en su caso, en ejercicio de sus legítimas atribuciones, combatirlas jurídicamente ante las instancias de revisión correspondientes si las consideran excesivas o indebidas. Pero no, actuaron mostrándose como lo que son; como unos autoritarios de cuerpo entero porque, simple y sencillamente, decidieron ignorarlas y descalificarlas.
Cuando los mandatos judiciales se desobedecen impune y sistemáticamente, como está ocurriendo, se acabó la democracia constitucional y se impone, sin más, la ley del más fuerte. Así nació el fascismo: ignorando primero a los jueces y luego sustituyéndolos por otros subordinados a su voluntad. Lo mismo que está ocurriendo hoy en México.
Para colmo, además, incluso el Tribunal Electoral (otrora sede de respetables jurisconsultos y hoy convertido en una penosa instancia al servicio del poder) ordenó al INE continuar la organización de la elección que mandata la reforma judicial anulando, de facto, los efectos de todas las suspensiones que le mandataban lo contrario.
La situación es grave y el precedente de cara al futuro es peor. ¿Si hoy las decisiones judiciales se desacatan impunemente por los poderes públicos, qué garantía tendremos mañana, en el remoto caso de que un juez electo por la mayoría —y por ello plegado a los designios del poder— llegue a emitir una suspensión o conceda un amparo en favor de algún ciudadano, de que aquellos entonces sí las respetarán? Ninguna. Cuando se abre de par en par la puerta al ejercicio autoritario del poder, ya no es posible cerrarla de nuevo.
Investigador del IIJ-UNAM